martes, 16 de noviembre de 2010

----- Yaquelín

YAQUELÍN

Era la hija menor de la familia que le alquilaba la habitación a Bianca y Diana. Una belleza de piel dorada, ojos miel y pelo claro que se pasaba el día con las inquilinas comentando su ropa y su maquillaje y contándoles las aventuras y desventuras de todo el vecindario. Yaquelín se sentía afortunada por trabajar con extranjeros. Ellos eran su pasatiempo favorito y su puerta de escape a la rutina de Baracoa y siempre se tomaba un ron con ellos. No le importaba que fuera una relación de trabajador a cliente. Por un lado ayudaba a su madre a limpiar la habitación y hacer la comida y por otro se sentaba a charlar con ellos como si fueran amigos que conociera de tiempo atrás. Llevaba años viendo a extranjeros llegar y partir. Rubios, morenos, simpáticos, bobos, turbios, honestos... muy pocos le sorprendían a esas alturas, pero de todos podía sacar cosas nuevas. Historias distintas, algún pintaúñas, un champú o una dirección de correo a la que escribir de vez en cuando: las cosas que la hacían sentirse diferente. El carné de arrendatario era lo más parecido a un pasaporte para los que no tenían oportunidad de viajar (y tampoco era fácil acceder a uno). Con él, con ese carné, estaba justificado andar con extranjeros, bailar con ellos, tomar un ron en la misma mesa, charlar...

A Yaquelín le gustaba su vida allí, el goce, los chicos, el sol, incluso el arroz con puerco un día y otro, pero no podía evitar sentirse atraída hacia todo lo de fuera, sobre todo por los hombres. Se imaginaba viajando con un alemancito alto y de ojos claros, ella vestida con todas esas ropas que las extranjeras tiraban en el suelo de la habitación y que miraba y tocaba al limpiar, pero no se veía lejos de allí para siempre.

Tenía poco más de 20 años y pertenecía a una generación a la que le había tocado vivir más penurias que bonanza, que había crecido marcada por el Periodo Especial, el hambre y la desconfianza, por la búsqueda desesperada del dólar. Ella apenas recordaba la Cuba de los 80, los tiempos en que encontrar un recambio para el coche no era imposible, siempre que fuera un Lada; el idilio entre su isla y la Unión Soviética que llenaba las estanterías de las bodegas de conservas con etiquetas imposibles de leer. Tampoco había conocido la Cuba prerevolucionaria, esa de la prostitución, el juego y la Mafia, “el casino de Estados Unidos”. Su Cuba era la que era, la del hambre y la imaginación, la de la falta, tremenda falta que alimentó a todos los jóvenes mientras aprendían a vivir de bocaditos de aire y bocanadas de sueños.

Ya no se hablaba de prostitución, ella sabía más de jineteras y jineteros, de gente que se vendía a los turistas, no para sexo ni por dinero, sino para lo que hiciera falta por todo lo que les hacía falta. Podía ser leche, ropa, alguna joya, ron, podían acostarse con ellos (o ellas), amarles, casarse o llevarles a bailar y enseñarles la ciudad. ¿Y cuántos habían jineteado alguna vez? Había preguntas que era mejor no hacer, muchas preguntas. Pensar no servía para nada, había que pasar los días como mejor se pudiera: bailar, reír, disfrutar del calorcito antes de que se hiciera insoportable en el verano. Había que amnistiar a los que ambicionaban todo lo que no tenían e inventaban como podían la manera de conseguirlo. Era normal que no se hablara de prostitución, era necesario para el futuro de muchos hombres y mujeres.

A ella le gustaba trabajar con extranjeros, cobrar en dólares y tener derecho a hablarles en el bar.

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