lunes, 22 de noviembre de 2010

----- Azul

AZUL





*Pincha sobre el icono de Spotify y escucha los cantos religiosos del grupo cubano Yoruba Andabo.




“A tu padre no lo mató nadie, lo hizo él solito. Él y nadie más que él se murió. Se envenenó día tras día y noche tras noche. Siempre mirando al mar y queriendo ver algo. Y yo no sé que pretendía ver, chico, yo no lo sé”.

Su abuela le repetía una y otra vez la historia, arrastrando las sílabas y enfatizando los acentos como si se tratara de uno de sus textos teatrales. Tanto que terminó por adquirir el tono y la tonalidad de una leyenda, como una historia reinventada por generaciones.

Pero toda esa grandeza se la habían dado los ojos de una madre que había visto a su hijo morir lentamente sin ser capaz de retenerlo ni irse con él.

Y se quedó atrapada entre dos.

Dos tiempos: pasado y presente.

Dos pisos, sin poder abandonar un edificio con unas escaleras semiderruidas.

Dos nietos.

Dos opciones: abandonar o seguir.

Ni siquiera quería asomarse a la ventana porque, al mirar por ella, siempre estaba el mar. “El desgraciado del mar. ¿Cómo puede ser bueno vivir rodeado de agua con sabor a lágrimas?”.

Su madre se marchó cuando él tenía ocho años. Su padre estuvo de acuerdo y facilitó el divorcio a su mujer. Lo demás era lo de siempre por esos días: una boda rápida con un señor que le doblaba la edad y remesas que aseguraran una vida mejor para los que se quedaban. Eran los tiempos álgidos del Periodo Especial y ella prometió volver para llevárselos a todos. Un buen día dejaron de recibir el dinero y no hubo más noticias. Yuri nunca supo si sentirse huérfano o abandonado.

“De eso murió tu padre, mi amor, de una sobredosis de sueños. Dicen que la esperanza es color verde, ¡qué equivocados están! Es azul. ¿De qué te crees tú que hay tantos mulaticos con los ojos claros? De pura esperanza. Son los sueños de generaciones que se asoman. Primero los esclavos, luego Cuba entera y ahora cada cubano”.

Tenía un hermano mayor, Israel, al que un día decidió no tener más. Cuando alguien lo mencionaba, apretaba los labios y miraba a cualquier otro lado; cuando era él mismo quien lo hacía, le cambiaba la voz. No era fácil.

“Y ahí está el mar, que siempre te está como llamando, como diciendo, ‘vente conmigo, ven’. No te enseña nada, sólo esconde: lo que tiene en el fondo, lo que está al otro lado. Es muy fácil imaginar cuando tú no tienes nada, y aquí hemos pasado años muy duros. Tú eras chiquito, pero ya te dabas cuenta. Antes no era así. Puede que no tuviéramos de todo, pero no nos faltaba nada. Maldito Periodo Especial”.

-Como si no lo tuviera, ése no tiene nada que ver conmigo -contaba la noche del Uno de enero entre rones y sonriendo.
-¿Y eso? -Preguntó Bárbara.
-A mi hermano le echaron 44 años...
-¿Cuarenta y cuatro años? ¿Y qué hizo?
-Robo con violencia y violación. Lo agarró la Policía y el tribunal le dijo ‘cuatro cuatro’ -Yuri gesticulaba para dar énfasis a las cifras-, asere. Y ése no ve la calle hasta que no cumpla condena. Yo no tengo nada que ver con él, no es mi hermano, es un desgraciado.

“Azul como los ojos de tu padre, que se volvieron grises antes de morir. Los médicos se extrañaron de que tuviera cataratas tan joven. ¡Cataratas! Lo que tenía eran muchas lágrimas: las que no supo llorar, y todas las que recogió del mar. Lágrimas de otros, cada día unas pocas del agua. Yo le repetía que tenía que luchar y salir de eso. Pero Yemayá lo tenía amarrado con su amor maternal y la esperanza de que le devolviera lo que había perdido”.

Yuri tenía 20 años. Los fines de semana estudiaba para profesor de educación física y por ello recibía cuatro dólares mensuales. Vivía solo junto a su abuela, que intentaba ser alegre a pesar del encierro al que se había visto sometida. A pesar de todo.

“Por eso tienes que llorar. Yo quiero que tu llores, mi niño, todo lo que te duela. Tira las lágrimas al mar, que se las quede y las guarde en el fondo, que no pase al revés, porque entonces sí la fastidiaste, chico”.

Un par de veces por semana la bajaba a la calle con ayuda de algún amigo. Cada día se las arreglaba para acercar lo necesario a casa, aunque de vez en cuando tuvieran que conformarse con moros y cristianos. Por suerte siempre había frijolitos y arroz para llevarse a la boca. Y alguna forma de sacar unos dólares extra.

“Decían los médicos que tenía depresión y le daban pastillicas que no arreglaban ná, sólo le hacían las pupilas más grandes, como pidiendo más.

Pero no era tan fácil llorar. Yuri lloró cuando murió su padre, porque sentía que tenía que hacerlo, porque su abuela y su hermano lloraban como él. Después no había vuelto a hacerlo.

Recordaba de su padre que siempre había sido una figura triste, un cojo borracho y sentado en el balcón frente a la playa, mirando a alguna parte. Cada mañana le llamaba para mandarle apostar a la bolita, mientras que por las noches le pedía que averiguara el número ganador. Siempre jugaba al cinco, al mar, y a otro número que cambiaba según sus sueños. Cuando empezó a medicarse, los sueños desaparecieron de sus noches y ya sólo era el cinco.

Robo con violencia y violación. Violación. ¿Cómo podía sonar eso a los oídos de Bianca, a los de Bárbara?

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