Aprender a olvidar era la clave. Pero el olvido era algo individual, y la memoria tenía mucho de colectiva. Eso era algo que sabía muy bien Diana, porque no era rara la mañana o la tarde en la que se despertaba y tenía que llamar a sus amigos para que le ayudaran a reconstruir la noche anterior.
Cada uno de los protagonistas era dueño de su propia colección de olvidos, que no podía compartir con nadie por dos razones: construida por vacíos, no había nada que enseñar, y encontrar a las personas que habían formado parte de esa experiencia significaba admitir una existencia por otra parte inevitable.
Pero el olvido funcionaba y era necesario.
Cuba era un pueblo que tenía que convivir con el peso de las fechas históricas que golpeaban desde las efemérides a través de los medios de comunicación; con toneladas de grandeza de un país pequeño que se había atrevido a desafiar a un gigante. Los cubanos tenían que engullir a diario sus méritos como una isla que quiso ser Utopía y aún no se ha dado por vencida. Hombres y mujeres paseaban sus carnes opulentas con descaro, al margen de cualquier culto a la delgadez, gordos de olvido, hartos de tragar escaseces y silencios. Solitarios ante un mundo que ya no quería ayudarles. Amistosos. Agradables.
Pero nadie conseguía borrar los años de Periodo Especial, los medicamentos que no llegaban, los familiares y amigos que no volvían, los deseos.
Sólo el ron, los cigarros y el sexo. Sólo saber que no hacía falta trabajar más. Y bailar en cualquier parte, cualquier persona. Ése era el olvido colectivo del lugar. Una ilusión óptica, un vacío que se colaba en el interior de las claves afrocubanas y que sólo existía cuando se golpeaban u sonaban o en un vaso que reclamaba ser rellenado.
Pero siempre había un momento sin ron ni claves en el que el espejismo se rompía y el pacto se quebraba.
Tras las puertas, entre los muros, en cada casa.
Cada uno de los protagonistas era dueño de su propia colección de olvidos, que no podía compartir con nadie por dos razones: construida por vacíos, no había nada que enseñar, y encontrar a las personas que habían formado parte de esa experiencia significaba admitir una existencia por otra parte inevitable.
Pero el olvido funcionaba y era necesario.
Cuba era un pueblo que tenía que convivir con el peso de las fechas históricas que golpeaban desde las efemérides a través de los medios de comunicación; con toneladas de grandeza de un país pequeño que se había atrevido a desafiar a un gigante. Los cubanos tenían que engullir a diario sus méritos como una isla que quiso ser Utopía y aún no se ha dado por vencida. Hombres y mujeres paseaban sus carnes opulentas con descaro, al margen de cualquier culto a la delgadez, gordos de olvido, hartos de tragar escaseces y silencios. Solitarios ante un mundo que ya no quería ayudarles. Amistosos. Agradables.
Pero nadie conseguía borrar los años de Periodo Especial, los medicamentos que no llegaban, los familiares y amigos que no volvían, los deseos.
Sólo el ron, los cigarros y el sexo. Sólo saber que no hacía falta trabajar más. Y bailar en cualquier parte, cualquier persona. Ése era el olvido colectivo del lugar. Una ilusión óptica, un vacío que se colaba en el interior de las claves afrocubanas y que sólo existía cuando se golpeaban u sonaban o en un vaso que reclamaba ser rellenado.
Pero siempre había un momento sin ron ni claves en el que el espejismo se rompía y el pacto se quebraba.
Tras las puertas, entre los muros, en cada casa.
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