jueves, 4 de noviembre de 2010

----- De la Guinnes al ron

DE LA GUINNES AL RON

La afición de Diana por el alcohol era algo que Bianca conocía desde antes de saber su nombre. La primera vez que reparó en ella, le estaba preguntando a su propio reflejo en el espejo del baño de un pub si esperaba para entrar. Entonces no era más que una española borracha a la que costaba mantener el equilibrio en cuanto se bebía dos Guinnes. Una más de tantos. En Galway no era raro encontrarse ni con españoles, ni con italianos, ni con polacos, ni con borrachos. Nada era raro en esa ciudad bonita, pero no lo suficiente como para quedarse a vivir. Todo el mundo estaba de paso: para hacer dinero y volver, o para aprender inglés y volver, o para escaparse (y seguir escapando). Bianca no era una excepción.

Llevaba casi dos años allí cuando decidió que era suficiente. Llegó el momento de partir a gastarse todo lo que había conseguido juntar en los cinco trabajos que tuvo en ese tiempo. Irlanda había resultado ser la tierra de oro (o de los euros). Allí el dinero fluía casi tan rápido como las personas y bastaba con chapurrear algo de inglés para entrar a formar parte del aquella orgía económica. Las 12 horas de trabajo diarias habían sido una doble inversión: primero porque cobraba por horas y segundo porque, al no tener apenas tiempo libre, no gastaba casi nada. Su vida personal se había reducido a unas cervezas al salir del curro y a algunos porros en la cocina de su casa, un lugar en el que la gente entraba y salía con la misma rapidez que en la ciudad.

También Bianca llegó a esa casa con la intención de permanecer un par de meses allí. Era barata, así que obvió el olor a humedad de su habitación y la mierda endémica de las zonas comunes y pensó que, total, era provisional. Con el tiempo se acostumbró a la moqueta ennegrecida de la escalera y a la indiferencia ante la limpieza de la mayoría de los habitantes de la casa. Rascó a fondo la mugre de la cocina, tapó el moho de las paredes de su habitación con papel pintado, cambio las cortinas y compró un girasol para la ventana. “We need a lots of sunflowers with this weather”, le dijo la mujer de la floristería-cafetería, y Bianca sonrió. El verano en que llegó, llovió 17 días seguidos parando sólo a ratos. Al principio no le pareció tan grave, enfrascada como estaba en disfrutar de cada segundo de su nueva aventura. Pensó que era justo lo que necesitaba: un lugar que invitara a la introspección. Sin embargo, en los primeros meses, la vida social de Bianca era más activa de lo que nunca había sido. Cenas, fiestas, conciertos, más fiestas... Poco a poco se fue cansando de la repetición: mismos sitios, mismas caras, mismos chistes; a la vez que empezaba a trabajar más horas. O empezó a trabajar más horas, por lo cual estaba demasiado cansada como para hacer lo mismo de siempre. Como resultado, se fue alejando del circuito enloquecido de quienes iban y venían y se convirtió, sin darse cuenta, en una inmigrante que estaba allí para ganar dinero, añorando la comida italiana y el sol y despotricando de los irlandeses y su afición al alcohol y a las patatas.

Cuando su vida se cruzó con la de Diana, ella ya se encontraba de pleno inmersa en el aburrimiento. Primero fue la escena del baño (donde, además, la ayudó a vomitar), luego en la cocina de su propia casa, una mañana de lunes, cuando la española acababa de vivir una noche de pasión en la habitación de al lado; por último apareció en la otra cocina, la del restaurante italiano en el que trabajaba Bianca y donde entró como ayudante.

El incidente del lavabo era uno de esos muchos momentos que Diana no recordaba haber vivido, así que saludaba a la italiana sin más, como la perfecta desconocida que era para ella. Bianca tampoco se esforzó en recordarle nada.

No tenía ningún interés en conocer mejor a aquella chica, ni a ninguno de esos recién llegados convencidos de ser los primeros en vivir todo aquello.

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