lunes, 15 de noviembre de 2010

----- Fabrizio

FABRIZIO

El italiano no se despegaba de Bianca. Su español era demasiado lento para el rimto de la conversación. A ella, meses de convivencia con españoles en Irlanda le habían hecho aprender a la fuerza.

Fabrizio era un italiano exiliado. Socialista convencido, añoraba los años en los que Italia tenía uno de los Partidos Comunistas más fuertes de Europa, aunque en esos años él apenas supiera lo que era la política. Cuba simbolizaba la fortaleza, la entereza y resistencia frente a las dificultades y Fidel era el hombre más valiente del mundo, el único que no se dejaba engañar por la vida feliz que prometía el capitalismo.

Cuando algunos de sus conocidos supieron que se marchaba a Cuba le dieron un par de palmadas en la espalda y sonrieron con malicia. Cuba, la isla de las mulatas a buen precio (o gratis), el sueño de muchos de los hombres con los que había crecido, pero no la que él andaba buscando. Tras unos días de vacaciones familiares, cogió un avión en Roma con dirección a La Habana donde cayó al lado de un alcalde del PC italiano que ya pasaba la cincuentena. A él le pareció una casualidad fascinante y su oportunidad para conocer de cerca la historia de sus ídolos políticos, pero la verborrea de su compañero pronto cogió otros derroteros. Sin saber cómo, Fabrizio se vio escuchando a aquel señor decir que había una virgen esperando para él en Santiago de Cuba. “Una vergine, ¿sai? ¡Ha diciasette anni!”. El joven se quedó petrificado. Le pareció tan escandaloso, tan sórdido y anti ideales que llegó a La Habana con la decepción ya instalada en el cuerpo.



El resto del viaje, mientras cruzaba la isla, no había hecho más que aumentar su confusión. Había visto paisajes inolvidables, tierras verdes, vida, vida que desbordaba los edificios envejecidos, que le daba brillo a las paredes raídas por el salitre y la humedad... Y ganas, muchas ganas de todo.

Las mujeres cubanas, lo último que quería conocer de la isla, fueron su peor pesadilla. Fabrizio adoraba lo femenino, los cuerpos, las voces, las miradas, el coqueteo, la risa, el sexo... Pero prefería mantenerse al margen antes que arriesgarse a verse mezclado en cualquier tipo de relación mercantilista-sexual con una cubana y caer en todo lo que criticaba.

Simplemente quería observar, algo muy difícil para un hombre rubio y de ojos azules que andaba solo por las calles y plazas de La Habana. La capital le expulsó con su exceso de hospitalidad, casi siempre interesada y nunca gratuita, y se perdió por poblaciones, cuanto más pequeñas mejor.

Cuando llegó a Baracoa, llevaba casi un mes de pueblo en pueblo y se moría por unos espagueti con tomate fresco, albahaca y un chorrito de aceite de oliva. Era italiano y amaba de su país muchas cosas, entre ellas la comida, pero la vida en Italia se había convertido en irritación y vergüenza ajena (o propia). Licenciado en Economía, se metió de lleno en esa ciencia para tener argumentos sólidos con los que combatir todas las ideas que odiaba. Siempre había creído en el ser humano, en la empatía y la solidaridad, pero su propio país se había encargado de escupirle las peores realidades un día tras otro. Allí nada funcionaba, ningún esfuerzo tenía su recompensa. Por eso huyó. Se fue al Norte, a Finlandia, donde estuvo trabajando para una gran empresa escandinava. Allí era otra cosa, sabía que lo que hacía, levantarse e ir a trabajar, tenía un sentido, no sólo el de llegar a fin de mes, sino como parte de un todo en el que las piezas funcionaban. Adoraba el compromiso de los finlandeses con su sociedad, esa honestidad que llegaba a irritarle en ocasiones y la libertad de las mujeres allí, tan lejanas de la mayoría de las italianas con las que se había relacionado. Pero todo lo que encontraba en aquel país por una parte, le faltaba terriblemente por otra: el sol, el gusto por placeres insignificantes como un café bien hecho, la espontaneidad de la gente (sin necesidad de alcohol), el sabor de la verdura en el Sur... Echaba de menos Italia y había empezado a aceptar que aquello no iba a cambiar. Era una relación tortuosa: no podía vivir con (en) ella, pero tampoco podía olvidarla ni deshacerse de su acento.

En Cuba era otro más y luchaba por no serlo, por esconder su deje cuando hablaba inglés o español, en vano, siempre en vano, porque enseguida le descubrían y suponían lo que buscaba allí. Él, mientras tanto, procuraba esquivar a sus compatriotas por amor propio, por no tener que volver a sentir esa vergüenza ajena que le empapaba. Hasta que encontró a Bianca. Su seriedad, su pelo rojo y largo y sus ojos claros, esa distancia casi nórdica combinada con sus gestos y su fuerza al hablar... no parecía italiana, pero lo era. Ahí residía su atractivo.

El problema era que ella no parecía tan interesada en él.

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