jueves, 4 de noviembre de 2010

----- La playa

LA PLAYA

No era arena blanca y agua color turquesa, sino una explanada de tierra color obra salpicada de basura y lamida por un mar oscuro y poco apetitoso a la que la gente llamaba playa. Bianca se paró a observar lo distinta que se veía con la luz, lo mucho que perdía. Dos noches atrás había sido un lugar solitario, alejado de bailarines compulsivos y de ojos indiscretos, un colchón de fría arena y sonido de olas a oscuras que le permitía imaginar un paisaje delicioso. Y jejenes, muchos jejenes. Las picaduras de aquellos devoraculos le estaban volviendo loca mientras ella se esmeraba en no pensarlo “si no lo piensas no pica”. Habían pasado más de 24 horas desde que se le ocurriera seguir a Eddy hasta aquel rincón apartado y los picores, lejos de suavizarse, eran cada vez peores. “Eso te pasa por andar haciendo cochinadas en la playa de noche”, le había dicho Yaquelín. Los picores, la gente apretujada obsesionada con la salsa, las canciones repetidas y repetitivas... factores que fueron enturbiando su Noche Vieja. En la que nadie le propuso escapar de aquel lugar.

Caminó bordeando la costa y pensando en los suyos. Hacía mucho tiempo que no hablaba con sus padres. Llegó de nuevo al parque, lo cruzó y se metió en la Etecsa.

-Una tarjeta para el teléfono, por favor.
-Cinco dólares.
-¿Cuánto tiempo?
-Eso depende de donde tú llames. Diez minutos, quizás.
-¿E Internet?
-La tarjeta de Internet cuesta seis dólares y medio y te da derecho a una hora, pero la puedes usar...
-Sí, ya sé, ya sé.
-Pero ahora no nos funciona Internet.
-¿Cuándo funcionará?
-Estamos esperando a que vengan a arreglarlo. Pero no sé cuándo.
-Ya. Ok. Gracias.

Bianca salió resignada. Lo de las comunicaciones era un lujo que sólo se permitía de vez en cuando. Si lo que quería era descansar y desconectar, lo iba a hacer, pero por narices. Baracoa, simbolizaba, además, el punto más remoto de aquella isla tan lejana a su Italia natal. Hasta los años 60, ni siquiera había manera de llegar a la ciudad si no era por barco. Con La Revolución llegó la carretera de La Farola y ése era el camino que seguían los billetes de libertad para los habitantes de Baracoa: los turistas. Se decía que era el único lugar en el que aún persistían rasgos indígenas, pero el único taíno que Bianca había visto era la estatua de Hatuey que adornaba el Parque Central, que seguía apuntando con su flecha hacia arriba aquel día de celebración. La italiana estaba perdida en la imagen de la plaza, con el escenario en primer plano, el indio detrás, escondido, y la iglesia, al fondo, por encima de todo, cuando vio aparecer a Diana como una equivocación, pálida y desordenada en medio del trajín mañanero de la ciudad.

Sonrió mientras la miraba acercarse esquivando los ojos de la gente, con la misma ropa que la noche anterior y bastante peor cara.

-¡Hey! ¿Dónde has dormido, zozona?
-¡Bianca! ¿Vamos a la playa?
La italiana rio.
-¿Estás borracha?
-Uf, ni lo sé. Lo que estoy es fatal. ¡Madre mía!
-¿Fuiste con el belga?
-Eso es lo que me habría gustado.
-Ah, ¿con el cantante de reggae?
-Tampoco- contestó la española con una sonrisa-. ¿Te acuerdas del amigo del belga? ¿El alemán?
-¿El alemán? ¿Con ése?
-Sí, con ése.
-¿Cómo? Me lo tienes que contar.
-Bueno, no hay mucho que contar, porque no me acuerdo de nada.
-¡Diana!
-Ay, sí. Ya lo sé, no me lo digas. Vamos para casa que coja el biquini y prométeme que no me volverás a dejar beber así.
-¡Dai! Eso es imposible y lo sabes. No se te puede parar...

No hay comentarios:

Publicar un comentario