jueves, 23 de diciembre de 2010

Dos- El nudo II

EL NUDO II

Eddy corrió como nunca, pero el policía estaba en forma. “¡Carajo!”, pensaba el cubano cada vez que doblaba una esquina y lo volvía a ver detrás. Corrió por las callejuelas de la ciudad; corrió por el camino hacia la Fábrica de Chocolate, siguió hacia el aeropuerto y se perdió en un cafetal. Sentía el sabor de la sangre en la boca y había dejado de mirar atrás, desesperado. Cuando no pudo más paró, en medio de la plantación, dejando que sus rodillas tocaran tierra y respirando hondo y seguido. Quería vomitar su propia saliva.

Esperó inmóvil. No oía pasos apresurados por ninguna parte. Miró en todas direcciones: sólo había vegetación, sin movimiento. Ni un ruido al fondo.

Un- El nudo

EL NUDO

No esperaba encontrarse a nadie. No le apetecía. No en el paseo y tras no haberse podido despedir de Thomas. Pero allí estaban Bianca y Bárbara, fumando un cigarro cerca del mercado. Paró.

-¡Hey, chicas! ¿Qué tal?
-¡Hey! –respondieron ambas, casi a la vez.
-¿Y Thomas? ¿Dónde lo dejaste?- preguntó Bianca.
-Thomas se acaba de ir…
-¿Y eso? Si ayer dijo que se quedaba un día más... -continuó la italiana.
-¿Qué? –preguntó Diana perdida.
-Ayer... ¿No te acuerdas? Cuando estábamos Yoandri, Thomas, tú y yo en el parque.

Diana seguía sin recordar, pero eso no era nada nuevo.

Cuando te preguntó si querías casarte con él y se cayó al suelo intentando ponerse de rodillas...

Tampoco recordaba aquello.

-¡Estabais tan graciosos! -siguió Bianca-. Después dijo que se quedaba un día más. Quería que fuera una sorpresa...

Entonces lo recordó. Lo recordó perfectamente. Ambos sentados en uno de los bancos del Parque Central, Bianca y Yoandri en el de enfrente. Thomas le dijo, les dijo, que se quedaba un día más. Había olvidado por completo lo de la sorpresa. Ésa era la sorpresa.

Lo recordó todo y les pidió un cigarro para romper la bola de saliva seca que se le estaba atascando en la garganta.

-Al final ha decido marcharse hoy…-contestó, mientras se encendía el pitillo, sin ganas de seguir con aquella conversación y con muchas de hacerlo con el camino al Parque Central, o a casa.

Entonces apareció Eddy. Estaba extraño. Bianca recordó lo que le había contado Bárbara y se acercó al oído del cubano para preguntarle si habían tenido algún lío con el policía.

En cuanto Eddy escuchó la palabra “policía”, se le transformó la cara. Miró a su alrededor y vio un uniforme a unos 20 metros de él, en el camino de la playa. El esbirro parecía esperar a algo o a alguien y le miraba. Aquello pintaba muy mal. Eddy intentó disimular y seguir conversando con las chicas, pero era incapaz de construir una frase con sentido. Se despidió, y arrancó a andar paseo adelante. Miró atrás dos o tres veces en apenas diez segundos, no hacia ellas, sino más atrás, hacia el policía, que empezó a andar en la misma dirección.

Eddy arrancó a correr y el uniformado hizo lo mismo que él.

Al pasar al lado de Bianca, ésta sacó una pierna, el policía tropezó, cayó al suelo, la maldijo, se levantó y retomó la carrera mientras volvía a maldecir.

-¿Qué ocurre? –preguntó Bianca contrariada.

Una señora que pasaba por allí empezó a renegar de los delincuentes: que cómo estaba la cosa, chico, que se andaran con ojo, que qué había pasado. Diana intentaba terminar con la conversación rápido: “Nada, señora, no sé, el muchacho no estaba haciendo nada”, Bianca ni siquiera se esforzaba por entender lo que aquella mujer decía.
“Algo habrá hecho”, insistía la señora…

Bárbara corrió a reunirse con su padre. “A las nueve en el Rumbos, si no ocurre nada que lo impida”, les recordó antes de marcharse. Bianca y Diana se fueron hacia el Parque, inquietas.


miércoles, 22 de diciembre de 2010

----- Yaquelín y Fabrizio

YAQUELÍN Y FABRIZIO

-¿Sabes que Cristobal Colón hablaba del Yunque en sus cuadernos?
-No lo sabía -respondió Fabrizio.
-¿No te interesa? -preguntó Yaquelín divertida-. Porque a los extranjeros siempre les gustan estas historias.
-Estás mucho con extrajeros, ¿no?
-Mi mamá alquila, mi amor. ¿Qué tú crees?

El italiano rio ante el descaro de Yaquelín.

- Ya lo sé... ¿Tú sabes que Cristóbal Colón era italiano? De Génova.
-Esto dicen todos los italianos.
-¿No me crees?
-Lo que tú me digas, yo me lo creo.

Y le besó.

Estaban en medio del bosque verde y fresco que rodeaba la gran montaña, el Yunque. Habían llegado hasta allí junto a Gian Carlo y Zulema, en el mercedes alquilado del italiano, en un dos para dos que ya no incomodaba a Fabrizio. La otra pareja se había perdido hacía ya rato y Yaquelín guiaba al italiano entre las plantas de la zona con más especies endémicas de la isla, cumpliendo con su papel de anfitriona y guía turística. Pero Fabrizio no era capaz de escuchar las historias de la cubana, tan sólo oía su voz suave, la entonación, las risas que se colaban entre frase y frase, su sonrisa, sus ojos castaños que siempre parecía mirar más lejos de donde él se encontraba, su piel maltrecha y suave.

Él la besó. Cerciorándose de que lo del día anterior en el río no había sido una invención y de que su cuerpo seguía oliendo como lo recordaba, a aceite y a coco, dulce, como era ella. Yaquelín cerró los ojos al contacto de los labios de Fabrizio y se agarró blanda al italiano, que siguió besándola por las mejillas, por el cuello, por la oreja. Ella se apoyó en un árbol y dejó que él siguiera bajando beso a beso. El italiano se paró en su pecho, lo absorbió, lo saboreó, casi lo masticó, mientras sus manos atraían el cuerpo de Yaquelín contra el suyo y la cubana se deshacía de las bragas. Fabrizio se arrodilló y levantó aquella falda vaquera de una talla mucho más pequeña que la de Yaquelín. La misma falda que llevaba torturándole todo el día, desde que salieron de Baracoa, el trozo de tela que amenazaba con reventar, dejando toda esa carne al aire.

El pubis de Yaquelín también olía a coco, a coco y a sal, como a bronceador y a mar. Fabrizio hundió la nariz en el coño abierto de Yaquelín, que gemía y se agarraba al tronco del árbol. Saboreó su clítoris hinchado y caliente y lo lamió como si fuera el agua que llevaba kilómetros deseando, mientras agarraba los muslos de la cubana con las manos, hundiendo los dedos en la carne, en esa piel que le volvía loco. Yaquelín seguía gimiendo, cada vez más fuerte, a punto de reventar, sudando, hasta que, de un espasmo, cerró los muslos inmovilizando la cabeza del italiano, que dio sus últimos lametones y sonrió satisfecho.

La cubana volvió a abrir las piernas, miró hacia abajo y sonrió. Se agacho sobre Fabrizio, desabrochó sus pantalones, sacó la polla de los calzoncillos, y se sentó encima del italiano. La imagen de Yaquelín, a medio desvestir, su piel, sus gemidos... Fabrizio luchó por aguantar, pero la excitación era demasiado fuerte y terminó corriéndose dentro de la cubana.

Ella le dio un beso y se quedó sobre él.

-¿Tú estás loco o qué? -bromeó-. ¿Andas haciendo esto con todas las muchachas?
-¿Yo? No. Ojalá –rio el italiano.
-Mira, ¿y si me dejaste embarazada?
-Entonces me quedo contigo en Baracoa.

La cubana rio.

-¿Y porque no me llevas mejor a Italia?
-Italia es un fastidio. Nada funciona allí.
-¿Y aquí sí?
-Aquí por lo menos hay baile, ¿no?

Ella se tumbó a su lado.

-Eso es verdad. ¿Cuándo vamos a tener otra lección de baile? -dijo Yaquelín.
-Cuando quieras.
-¿De verdad tu querrías vivir acá? ¿En Baracoa?
-¿Por qué no?
-No sé. Es aburrido.
-No creo.
-Sí lo es. Tú eres turista y es distinto. Ni siquiera los extranjeros que se han casado con gente de acá vive acá. Ellos van y vienen.
-¿Tú quieres irte para siempre?
-No sé. Todo el mundo quiere irse. A mi me gustaría conocer otros lugares, pero también me gusta esto, aunque sea aburrido.
-A mí me gustaría conocer mejor cómo vive la gente aquí. No me gusta ser siempre el extranjero.
-¿Tú quieres conocer cómo vive la gente acá?
-Sí, claro.
-Ven a cenar a mi casa esta noche.
-¿De verdad?
-Por supuesto, chico. No hay problema. Mi papá estará encantado. Él disfruta hablando con la gente y te contará todo lo que tú quieras saber.

Siete- La huida, la sospecha

LA HUIDA, LA SOSPECHA

Fue casualidad que Bárbara mirara hacia el árbol donde Roberto permanecía escondido, observando la escena en el Puntón. El uniforme de policía le confirmó que sus amigos podían estar en problemas, pero no supo reaccionar. Se giró un par de veces y siempre se encontró con la mirada del mulato que la invitaba a seguir su camino sin preguntar.

Cuando llegó a la altura del paseo, Bárbara se encontró con Bianca, que venía de comprar algunas cosas en el agroalimentario. “Lo que quedaba”, le dijo la italiana. Se paró, a pesar de tener prisa, le contó a Bianca lo que acababa de ver y se fumaron un cigarrillo mientras esperaban a ver si pasaba algo con el policía.

martes, 21 de diciembre de 2010

Seis- Tres o cuatro en el Puntón

TRES O CUATRO EN EL PUNTÓN

Helen esperó un tiempo y salió de los matojos algo confuso. Había mentido al policía y sabía que aquél no tardaría demasiado tiempo en descubrirlo. No podía ir a casa. Pero no podía ir ni en ese momento ni más tarde. ¿Dónde carajo se había metido su amigo? Maldijo en voz baja a todo lo que pudo y pensó en las opciones que tenía. Estaba la casa de Eddy, pero era poco probable que su compañero estuviera allí. Luego estaba el Puntón, que era más seguro, incluso de día. Entonces recordó que ellos habían quedado allí con la chica española para que les diera el dinero de la fiesta. También podía haberse ido con el yuma y estar camino de La Habana o cualquier parte, mientras él se iba a comer una gran mierda.

-Una gran mierda -dijo en voz alta y le entraron ganas de llorar. Empezó a andar hacia el Puntón. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Se cruzó con varios vecinos que volvían del agroalimentario cargados de lo que habían podido comprar, entre ellos la madre de Eddy, que le preguntó por su hijo, y Bianca, que le preguntó por su amigo. Saludó con prisa. “¿Por qué carajo corro?”, pensó. No eran horas para prisas, no era tierra para prisas y tampoco tenía un motivo real para tener prisa. Pero no podía dejar de correr.

Cuando alcanzó la altura del Puntón, se adentró en la playa. A esa hora el lugar no tenía nada que ver con el paraje solitario en que se convertía de noche. Entre el barullo de los últimos compradores del mercado y los que iban o venían de la estación de autobuses, donde acababa de salir el bus de La Habana, el Puntón no tenía nada de discreto.

Al lado de la muralla del fuerte vio a Bárbara y a Eddy. Respiró.

-¡Muchacha! ¿Cómo tú por acá?- bromeó procurando que no le notara nervioso-. ¡Asere! –Saludó a Eddy.
-Estaba echándole la bronca a tu compañero… ¡Menuda puntualidad la vuestra! Llevo casi media hora esperando.
-¿Cuál es tu apuro, chica? –Le preguntó Helen sonriendo.
-Sí, chica. Ya sabes que acá las cosas son distintas, van a otro ritmo… -añadió Eddy en el mismo tono de guasa.
-Bueno, vamos al grano, a los negocios. Que he quedado con mi padre y llego tarde –dijo la española mientras les entregaba un sobre devolviéndoles la sonrisa.

Eddy lo abrió y contó el dinero sin sacarlo.

-Ok, muchacha. Ya no tienes que preocuparte de nada, que estás de vacaciones –le dijo a la española.
-Está bien, nos vemos esta noche entonces. ¡No lleguéis muy tarde!
-¡Cuídate! ¿Me oíste? –Se despidió Helen.
-¡Te oí!

Y salió deprisa hacia el paseo.

Helen se tuvo que contener para no empezar a gritar en cuanto Bárbara se dio la vuelta.

-Me cago en toda tu...
-¡Carajo, Helen! –Exclamó Eddy en voz baja.
-¿Por qué cojones te fuiste?
-No, asere. ¿Por qué cojones te fuiste tú? ¿Eh? ¿Sabes qué hizo el yuma en cuantico me dejaste? Se fue, asere, con sus dos paticas.
-¿Y cómo lo dejaste marchar? ¿Porque no le disparaste o algo? ¿Qué eres tú, un comemierdas?
-Acá el único comemierdas eres tú, que te fuiste y me dejaste tirado. Me gustaría saber qué tú habrías hecho. Tú nunca haces nada bien.
-¿Qué yo nunca hago nada bien? ¿Quién dejó al yumita ése escaparse con todo?
-¡Porque tú me dejaste sólo para irte a buscar a la policía! ¡A la policía, asere!
-¡Sí! ¡A la policía! ¿Y sabes qué? Que ahora estoy en un lío gordo, todo por tu culpa, ¡por no estar allí cuando deberías haber estado!
-¡No jodas! ¿Sabes dónde estuve? Siguiendo al yuma y preguntándome dónde carajo te metiste.
-¿Que dónde me metí? ¿Buscando ayuda? Solucionando, asere, eso es lo que estaba haciendo hasta que tú lo jodiste todo.
-Solucionando el qué. No hay nada que solucionar. El yuma se fue. Alquiló un taxi y se fue.
-¿Adónde?
-¿Adónde? ¿Y cómo crees que lo voy a saber? ¡Olvídate! ¡Se acabó! No hay nada para tí ni para mí. Esta historia se acabó. Volvemos a la misma mierda. Aquí no pasó nada.

No se había acabado, no para Helen, que se dejó caer en la arena y escondió la cabeza entre las manos.

-Asere. No te pongas así -Eddy cambió el tono-. Qué ingenuos somos. Cómo va a cambiar nada...
-Estoy jodido, Eddy.
-No te lamentes, Helen. Es lo que hay, ya fue, ¿para qué lamentarse? Nada va a cambiar, mejor aceptarlo.
-No es por eso. Yo tengo al policía encima. Él cree que tú te marchaste con la droga y que le estamos engañando.
-¿Tú le dijiste quién era yo?
-¡No, asere! ¿Cómo crees? No soy bobo. Pero le tuve que decir un nombre...
-¿Qué nombre?
-Uno que me inventé, ya ni me acuerdo.
-¿Entonces?
-Entonces estoy jodido. Porque en cuanto que descubra que no existe va a ir por mí. Y estoy jodido.
-¡Pinga, Helen! ¿Para qué tuviste que meter a la policía en esto? Esos perros no son de fiar, lo sabes...
-No me jodas, Eddy. Tú estás libre, así que deja de insultarme y ayúdame.
-¿Y cómo quieres que yo te ayude? ¿Cómo?
-Ayúdame a buscar una solución, qué sé yo. ¿Qué hago, asere? ¿Qué carajo hago? ¿Dónde voy?
-Tienes que esconderte, al menos hasta que encontremos una solución o hasta que se le olvide.
-¿Por qué no hablas tú con él y se lo explicas todo?
-¿Tú estás loco, muchacho? ¿Es qué no sabes que no me quieren? En cuanto ésos me pongan la mano encima, olvídate de mí. Y de ti.
-No sé qué hacer.
-¡Carajo! ¡Pinga! ¡Mierda! ¡Te dije que no metieras a la policía en esto! ¡Carajo!
-Ya déjalo, asere.
-Mira. Yo tengo aquí el dinero de la española, el de la fiesta, son como 100 dólares. En verdad no hace falta tanto dólar. Yo te doy una parte y tú te vas ahora mismo, en cuanto te lo dé. Te vas adonde el río, ¿sabes dónde?
-Sí, sí. Donde vamos siempre.
-Ahí. Y vas a la casa que hay al otro lado, la única que hay en esa zona, una amarillita.
-Sí.
-Allí preguntas por Francisco, ¿me oyes?
-Sí, sí.
-Él es amigo mío. Le dices que tienes problemas, nada grave, y que necesitas desaparecer un poco. Le dices que tienes dinero, que le vas a pagar, que a ver si te puede ayudar a esconderte unos días. ¿Ok?
-¿Francisco?
-Eso es. Dile que eres mi amigo, ¿ok?

Eddy sacó el sobre y repartió el dinero. Se fue él primero.

----- Despertar



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DESPERTAR


Y luego despertó sin tener ni idea de cuánto tiempo había dormido. Todo se le hacía extraño: la noche anterior, la discusión con Thomas, sus lágrimas. El cuerpo le pesaba como si tuviera todas las horas de fiesta pasadas apretándole contra el colchón. Permaneció un rato recomponiéndose y abriendo los ojos.


Parecía que era tarde, estaba soleado al otro lado del cristal y no se oía demasiado barullo en la calle. Se habría ido ya.


No tenía reloj. Hacía años que no llevaba reloj. Se guiaba por el móvil. “¿Dónde cojones tengo el móvil?”, pensó.


Lo encontró enterrado en su mochila y se dio cuenta de que lo había tenido abandonado. Encenderlo fue como entender lo lejos que estaba de su realidad. Eran las 14.15 y tenía una resaca triste que le invitaba a dormir de nuevo, pero sabía que no era una buena opción. Odiaba despertar con el día terminado.


Se decidió a levantarse y lavarse la cara. Los ojos hinchados, el pelo aún húmedo y enmarañado. Hizo lo que pudo y salió, con el móvil en la mano. No sabía dónde ir, dónde estaría Bianca, quién le esperaría en el Rumbos.


Nadie. En la terraza del bar había un par de turistas que no conocía.


Siguió caminando sin pensar demasiado. Con pasos rápidos y seguidos, con prisa por llegar al único lugar en el que podía haber alguien esperándole. Se dirigía a la estación de autobuses con la pantalla del teléfono cerca, insistente, recordándole que ya era tarde.


Cuando llegó, era tarde. No había ningún bus en la estación. Preguntó aún sabiendo la respuesta. Se había marchado. A su hora. Puntual. ¿Por qué tanta puntualidad de repente?


Quizás era mejor así.


Respiró hondo, resignada, y se marchó de nuevo camino al Parque Central, al Rumbos.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Cinco- En "casa"

EN “CASA”

Como casi todas las mañanas, Diana saludó a Blanca al llegar, se duchó y, al salir, ya tenía el desayuno esperándole sobre la mesa. Huevos, pan con mantequilla, un trocito de queso infame, jugo de frutas, un poquito de leche, piña y plátano troceados. Se lo comió todo, sin decir una palabra. Estaba cansada.

Muy cansada.

No había rastro de Bianca y casi lo prefería, porque así no habría preguntas. Thomas se iba y ella estaba cabreada. Y triste. Por fin se había deshecho de aquel tipo. Era libre de nuevo. Estaba muy cansada.

Hacía mucho tiempo que no dormía en su cama. Cerró la puerta del dormitorio y se tumbó.

----- Algo antes

ALGO ANTES

Cuando Helen y el policía llegaron al lugar donde se suponía que estaba el yuma con el paquete de droga, sólo encontraron la escopeta de perdigones, tirada con rabia, casi enterrada.

-¡Acá no hay nada, chico! Óyeme, ¿tú no me estarás tomando el pelo? Mejor será que no. ¿Me oíste?
-No sé qué pasó, asere, te juro que el yuma estaba ahí paradito con el paquetón en las manos. Tuvo que escaparse… Mira –y señaló a la escopeta-, allá está la escopeta que mi amigo tenía…
-¿Que escapó? ¿Es que tu amigo es bobo o qué?
-Yo tampoco entiendo, mira…
-Igual, lo que tu amigo es muy listo- continuó el policía en tono irónico.

Meter al policía en aquello no había sido una buena idea.

-Muuuuuuuuuy listo -continuaba-, ¡y se fue con el yuma para repartirse el paquete en cuanto que te fuiste!
-¿Qué tú estás diciendo, desgraciado?
-Mucho cuidado. Aquí el único desgraciado eres tú. ¿O te tengo que recordar con quién estás hablando?
-¿Y qué me harás? ¿Eh? ¿Me vas a detener? Si me detienes tú sabes que vienes conmigo…
-No te creas tan importante… No lo eres. Te puedo mandar a la cárcel en cuantico que quiera. Pero no hace falta. No, si colaboras y me dices cómo se llama tu amigo, lo agarramos y luego arreglamos las cosas entre tú y yo.
-¿Y cómo crees que te voy a decir eso, comemierdas?
-¡Eh, eh, eh! ¿Ya olvidaste lo que te dije? Cuida tu vocabulario, chico, recuerda que quien manda acá soy yo.

Helen calló.

-Ésa es la actitud, chico. ¿Vas a colaborar?
-Serafín. Serafín González, ése es el nombre- mintió.
-¿Tú estás seguro, chico?
-¿Por qué me sigues jodiendo? Ya te dije lo que querías, ¿no?
-¡Modera tu lenguaje! –gritó el policía, al tiempo que le señalaba amenazante, con el dedo cerca de su cara–. Ahora yo me voy a ir y tú te vas a quedar aquí quieto, contando hasta cien, ¿me oíste? Y aquí no pasó nada. Te vas a tu casa. Que te tenga controlado, ¿ok? Y yo me voy a comprobar si es verdad eso que me dijiste, si ese tal Serafín González existe… y más vale que sea verdad, ¿me oíste?

viernes, 17 de diciembre de 2010

Dos- La droga

LA DROGA

-Oye, yumita, no seas malo. Danos el paquete, venga... -Eddy decía esto mientras apuntaba al extranjero con una escopeta de balines. A su lado, Helen sujetaba un cuchillo amenazante, apoyando a su amigo-. Ese paquete es muy importante. Lo estábamos esperando. Te vas a meter en un lío. Sé bueno…
-¡Enga, cohones! Dame el paquete o te pincho, ¿me entiendes?- Gritó Helen.
-No.
-¡Me cago en todos los extranjeros! -Eddy no salía de su asombro ante el temple de aquel tipo-. ¡Pero tú estás loco, muchacho! ¿Es que tú quieres que te matemos o qué? Tú no tienes ni idea de en dónde te estás metiendo. Ni siquiera sabes lo que hay allá dentro.

El extranjero seguía sin moverse. Sin alterarse. Sólo negaba con la cabeza.

Eddy y Helen querían llorar. Aquello no debería ser así. No debería. Todo el mundo sabía que llegaban fardos de vez en cuando. Cocaína que el mar traía después de que aviones la soltaran buscando la orilla de Estados Unidos. Encontrarse alguno de esos paquetes en la playa era un sueño recurrente en los jóvenes y no tan jóvenes de Baracoa. Significaba mucho dinero. ¡Dinero!

Pero aquel yuma se les había adelantado, en cuestión de segundos. Igual una escopeta de perdigones no era lo más imponente, sin embargo, no tenían nada mejor. Pensaban que se cagaría al ver a dos cubanos amenazándole.

Pero no.

-¿Tú sabes lo que hay allá dentro, chico? ¿Me entiendes o te lo digo en inglés? ¿Du yu andestén?-Eddy seguía intentándolo-. Mira, muchacho. Eso es ilegal. Como yo llame a la Policía te vas a meter en un buen lío, te van a empingar y da igual de dónde vengas. Así que dámelo y vete tranquilo a tu casa, adonde sea, sigues con tus vacaciones, y acá no pasó nada. Los líos déjalos para nosotros, que ya estamos acostumbrados. ¿Ok?

El yuma seguía sin inmutarse. Comprendía perfectamente, tanto, que no pensaba ceder.

-Ok, asere, tú te lo buscaste-Helen intervino-. ¿Quieres que llamemos a la Policía? ¿De polís? Pues la llamamos. Yo mismo voy por ellos. Eddy, tú te quedas acá, que no se escape el comemierdas éste, ¿ok?
-¿Cómo que a la policía, chico? ¿Tú estás loco? –murmuró Eddy nervioso.
-No te preocupes, asere, yo sé lo que estoy haciendo. Confía en mí. Verás como el yumita éste suelta el paquete...
-¿Pero tú no sabes que me tienen perseguido? A mí me llevan en cuantico me vean y a ti también.

Helen se acercó impaciente al oído de su amigo.

-No te preocupes, muchacho, que no voy a buscar a cualquier policía. Es un amigo. Verás.
-¡Ah! ¿Y desde cuándo andas tú con policías? -gritó Eddy sin dejar de apuntar al extranjero. Lo del policía no le hacía ninguna gracia, pero Helen lo tenía muy claro, así que no siguió perdiendo el tiempo con explicaciones. En cuanto el mulato hubo desaparecido tras los arbustos, el yuma comenzó a andar si más, como si todo aquello no hubiera sido más que un estorbo para él.
-¿Ande pinga crees que tú vas, yumita? -gritó Eddy impaciente y asustado, sin bajar el arma.

El extranjero ni siquiera se inmutó. Eddy apretó el gatillo, pero le temblaban demasiado los brazos como para apuntar y el balín se clavo en la arena, cerca de los pies de aquel hombre que salió a correr. Con el siguiente disparo, de la escopeta no salió más que un ruido callado e indigno. No tenía más perdigones. Maldijo todo lo que supo a la vez que tiraba el arma y echaba a correr detrás de aquel hombre y del fardo; de sus sueños de dinero fácil y vida holgada.

Corrió sin tiempo para pensar. Corrió hasta que el hombre dejó de hacerlo llegados al paseo marítimo. El yuma andaba con paso firme, sin mirar atrás siquiera. Se metió en la plaza y continuó por las calles más transitadas hasta que entró en una casa de alquiler, no muy lejos del parque.

Eddy no tenía ningún plan. No sabía qué debía hacer en ese momento, ni después. Lo único que tenía claro era que no podía darse por vencido tan fácilmente. No podía irse a casa como si no hubiera ocurrido nada. No estando tan cerca.

Su sueño de dinero fácil y de vida holgada. El sueño de tantos.

Se sentó en un escalón algo alejado de la puerta por donde había entrado el yuma y vigiló.

Le pareció que pasaban horas sin que saliera nadie.

Luego vio a una chica rubia abandonar la casa. Era extranjera también y tenía las manos vacías. Cogió el camino del Parque Central. Eddy dudó si seguirla o no. Decidió quedarse. Su sitio estaba allí donde estuviera el paquete. Maldijo a Helen por haberle dejado solo. ¿Dónde carajo estaría?

Algo después de salir la chica, un almendrón paró frente a la casa de alquiler. Sonó el claxon y el yuma salió con un par de bolsas para meterse en el coche. Era el fin. Aquello era el final y Eddy no pudo hacer nada. El coche arrancó y el cubano empezó a correr tras él, a gritar y a maldecir a todos los extranjeros cabrones que les quitaban lo poco que tenían. El taxi desapareció al fondo de la calle, en un horizonte cercano y borrado por el polvo del suelo sin asfaltar. Sólo las caras de los vecinos que se habían asomado a ver qué pasaba le prestaban atención a aquel muchacho desesperado.

-¿Y ustedes qué miran? ¿Se puede saber qué carajo miran? Estoy jodido y grito, ¿Qué pasa? ¡Todos estamos jodidos!

Ya había dicho demasiado. Tenía salir de aquella calle y de aquellas miradas curiosas, de cualquier escándalo. Lloraba.

Tres- Cadeca

CADECA

Bárbara salió de la Cadeca con nuevos dólares en el bolso, dobló una esquina y guardó varios de ellos en un sobre viejo. Había quedado con Eddy para darle el dinero de la fiesta, él le había prometido hacerse cargo del resto: un cerdo para asar, alcohol suficiente para todo el mundo, un lugar para la celebración alejado de cualquier mirada indiscreta, incluso de cocinar al animal. Sólo tenía que preocuparse del dinero.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Un- El día después, el último día

EL DÍA DESPUÉS, EL ÚLTIMO DÍA

Thomas la despertó besando su cuello, acariciándole la cintura, frotando el pene contra su culo. Las pestañas de Diana se pegaron un poco cuando decidió abrir los ojos. La cabeza le dolía y su saliva era un pegamento amargo. “¡Mierda!”, pensó, “¡Otra vez igual!”.


El alemán seguía tocándole desde la espalda, pasaba las manos por sus pechos y bajaba al vello púbico sin que ella le dejara llegar más lejos, más dentro. ¿Para qué?, si no había nada allí, si aquello estaba seco, y pocas cosas le resultaban tan lejanas al placer sexual como que le tocaran el coño cuando no estaba lubricado.


Entonces recordó que había llorado, que había estado muy dolida.


El alemán seguía dándole pollazos en las nalgas.


Luego él le mordió.


Ella siguió haciendo memoria de lo que había pasado. Con la luz y sin el ron, le parecía absurdo y triste lo de llorar a solas mientras Thomas dormía a su lado.


Y él metió la mano entre las piernas de ella para descubrir que aquello sí que estaba lubricado. Diana había olvidado que seguía con la regla. Thomas intentó masturbarle pero ella apretó más las piernas, sin mirarle.


-¿Qué pasa?


Pasaba que la noche anterior se había comportado como un auténtico cretino.


-Ayer te portaste como un gilipollas.

-Ah, sí. ¿Lo dices porque me quedé dormido? Lo siento, en serio. Ahora te puedo recompensar.
-No es porque te quedaras dormido, que también, es por cosas que me dijiste.
-¿Qué cosas?

-Pues cosas como que con quien te querías enrollar era con Bárbara y que...

De repente se vio absurda diciéndolo, cabreada por esas frases que no tenían sentido sacadas de contexto, y se enfadó más aún.


Él era gilipollas y punto, no tenía que darle más explicaciones.


Gilipollas le pareció la primera vez que le vio, todo de blanco y con el pelo engominado hacia atrás. Y resultó ser cierto.


-¿Qué importa eso?
-En realidad -comenzó- tienes razón. No puedo enfadarme, porque para mí fue casi lo mismo.
-¿El qué?
-Sí. A mí quien me gustó fue Noah, ¿sabes? Pero él prefirió a Bárbara y yo me emborraché mucho y, después, me desperté contigo. Pero me seguía gustando Noah, de todas formas.


Al alemán le cambió la cara. Era justo lo que buscaba la española, pero no sabía que Thomas no estaba acostumbrado a callar ante un ataque.

-Pero te tuviste que conformar conmigo. Eres una perdedora -el tono de Thomas era amenazante, como el que había aparecido la noche anterior, pero sin alcohol ni risas-. Eso es lo que eres, no hay nada que hacer. Y siempre serás una perdedora que coge lo que no quiere nadie más...

-¿Estás hablando de mí o de ti? Porque a ti te gustaba Bárbara, ¿verdad? Entonces, ¿qué pasó? ¿Por qué terminaste conmigo? Quizás porque tú eres el perdedor. Te asusta la mediocridad, ¿no? Yo no tengo necesidad de ser la mujer con más éxito del mundo, no estoy buscando a un hombre rico y no me importa ser mediocre.
-Por supuesto que no te asusta la mediocridad porque es como has vivido siempre.

-Tú eres un prepotente. ¿Sabes una cosa? Yo conseguí lo que quise. Besé a Noah y tuve sexo con él y le hice una mamada a tu lado, ¡mientras tú estabas dormido, absolutamente borracho, en su última noche!
-¡Eso no es cierto!-Gritó el alemán.

A Diana le sorprendió la violencia de su voz. Le sorprendió y le asustó porque Thomas no dejaba de tener un lado siniestro, oscuro, su lado Drákula.


Luego el vábaro se sentó en la cama y comenzó a llorar. Eran lágrimas suaves, más propias para el final de una película que para aquella discusión absurda que había derivado en una competición de heridas. Lloró y abrazó a Diana con fuerza, pidiéndole perdón al oído, diciéndole que siempre hacía lo mismo, que era un imbécil, que no le tuviera en cuenta nada de lo que había dicho. De repente era un buen chico, un alma descarriada pidiendo auxilio para volver al camino correcto. O el niño mimado que sabía perfectamente cómo ganarse a los suyos después de cualquier putada.


Eso cabreó más aún a la española.


-No me importa, Thomas. No tenemos nada. Tú puedes decir lo que quieras y hacerlo. Y lo mismo por mi parte -le contestó sin levantar la voz ni responder a su abrazo.


Thomas se secó las lágrimas, miró el reloj y comenzó a recoger sus cosas.


-Me tengo que ir. El autobús sale a las dos y media.
-Ok. Entonces adiós. Que tengas un buen viaje y cuídate, ¿ok?

Él se puso las gafas de sol y le deseó también lo mejor.


Diana le dio un beso de los que se dan en la frente pero en los labios y se fue.

----- Los tres principios de Eddy

LOS TRES PRINCIPIOS DE EDDY

“Hay tres cosas que yo nunca haría”, aseguraba Eddy a todo el que quisiera escucharle, “Robar, irme con un hombre y trabajar para Babylon”. Eran los límites que él mismo se había puesto. Le gustaba el juego, el alcohol y las droga: lo prohibido (que en Cuba era bastante), pero eso no significaba que no tuviera principios.

Eddy era un buscavidas, como la mayoría de sus vecinos, y se dedicaba a rascar dólares de donde podía, pero jamás cogería un bolso y saldría corriendo, nunca. Ni trabajaría para Babylon, para la Policía, los controladores, el poder, el que les hacía la vida imposible impidiéndoles respirar. “Antes muerto que colaborar con ésos”, solía decir.


Rastafari (2005) from CanalDocumental TV on Vimeo.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Siete- Ron para todo el mundo

RON PARA TODO EL MUNDO

El Puntón se había convertido en el lugar natural de las noches de Bárbara, el sitio donde de verdad estaba la fiesta y sucedían las cosas. Lo demás, el Rumbos y el Parque, no eran más que un pretexto o un paso que no se podía saltar por su padre, por Manuel. Aquella noche hubo más ron y cháchara junto al barco oxidado y vacío, reguardados por la penumbra y los muros del fuerte. Pensó que aquello no era muy diferente a sus otros veranos, a las noches y noches que había pasado en Castelldefels, con su pandilla de amigos “de la playa”, con 12 o 13 años, sin nada mejor que hacer que beber algo y charlar, soñando con todo lo que harían y que la mayoría nunca llegó a hacer. Hacía tiempo que no veraneaba allí. Desde que entró en la Universidad, sus agostos se habían llenado de planes que ganaban a cualquier noche de hastío. Se imaginó cómo hubiera sido el no salir de allí, el permanecer en esas mismas noches durante años, creciendo y quieta, madurando y encerrada por siempre en la adolescencia, sin autonomía.

Yuri movía sus enjutas carnes mientras gesticulaba frente a Eddy. Hablaban de pelota, el béisbol de los norteamericanos, deporte nacional del país. Aquellos muchachos.

Aquellos que conocía sólo de unos días (mejor dicho, unas noches) y que se le hacían tan cercanos.

Eddy, con sus batallitas, era el más “cómico”, pero su risa siempre tenía un regusto amargo, sarcástico.

Yuri era distinto. Aparentaba menos años de los que tenía; siempre con su sonrisa blanca y su voz encantadora, rehuyendo hablar de malos tiempos, bailando y bebiendo ron, cambiando el tema de conversación cuando notaba que las voces habían girado hacia tonos más graves.

Helen era feo y también cómico, el complemento, el que corroboraba todas las historias, la pareja de Eddy, su amigo, su compañero, el que caía bien a todos y exageraba su fealdad a base de chistes.

Omar era el de los silencios y el misticismo rastafari. Vestido con trajes africanos, con la estrella de David tatuada en la mano izquierda, cerca del pulgar, y sus amuletos siempre colgando del cuello. No bebía alcohol y hablaba de sus raíces africanas… o bebía alcohol e intentaba ligar con alguna muchacha... dependía del día y del momento.

Otros venían a veces.

Y todos reían las batallitas de Eddy mientras se incendiaban en la oscuridad de aquella esquina sin farolas ni vigilantes, hablando de lo que harían al salir de allí, de lo que hubieran hecho si no estuvieran allí. Criticaban y rectificaban. Siempre con miedo a decir las cosas de una manera absoluta. Hasta que el tono pasaba de enérgico a resignado. Era entonces cuando Yuri introducía el tema de la pelota y todos sabían que era la señal para volver a olvidar y seguir bebiendo. Se habían vuelto a equivocar dejándose enredar en quejas.

Bárbara callaba, harta de argumentar en contra de todos ellos, intentándoles convencer de que no estaban tan mal. Esa noche, no quería hacerles comprender que el mundo que tanto anhelaban estaba muy lejos de la perfección.

-Me gustaría verlo –dijo Yuri como leyéndole los pensamientos-. Al menos poder ver que no es así. Si no es como espero, me vuelvo para Cuba. Ya está.
-Yo daría lo que fuera por irme, por mandar al carajo a los que fastidian todos los días, por no tener que andar escondiéndome de cada cosa que hago –añadió Eddy.
-¿Todo, asere? Preguntó Yuri en tono de guasa.
-No, todo no, ya tu sabes que no…
-Pues yo no quiero irme -interrumpió Bárbara, intentando dar un giro a la conversación.
-Hagamos una cosa: nos cambiamos -propuso Helen-. Yo creo que tu padre ni se da cuenta. Mira, tengo el pelo larguico, nada más tengo que hacerme las trencicas esas que tú tienes y ya. ¡Como hermanas!
-Podemos probar... Pero creo que sería más fácil si emborrachamos a mi padre primero –respondió Bárbara riendo.
-Eso no hay problema. Tú lo traes para acá y nosotros le vamos dando ron poquito a poquito, hasta que ya no reconozca ni a su hija.
-No, si acá, si alguno consigue la visa el ron no es problema. Se hace la fiesta del siglo- dijo Eddy.
-Baracoa coge candela -añadió Helen.
-¿Y sólo se hacen fiestas cuando se va alguien?
-No, chica. Pero sí es un festejo grande, como los quince de las muchachas... no una fiestecica como las que tenemos todos los días. Una grande -prosiguió Helen.
-Como las que no vimos nunca -bromeó Yuri.
-¿Y porque no hacemos una? -preguntó Bárbara.
-¿Una qué? ¿Una fiesta? -Eddy le devolvió la pregunta.
-Claro. Podemos hacer una fiesta antes de que yo me vaya. Una de esas fiestas grandes... Yo corro con los gastos.

Seis- El sexo con Yoandri

EL SEXO CON YOANDRI

Bianca miraba a Yoandri, sentado a su lado y sonreía.

-Vamos a bailar -le pidió el mulato.


A lo que ella se seguía negando con una mirada que tropezaba y se iba al suelo cuando él le devolvía la sonrisa. Yoandri lo volvió a intentar después de cada ron y ella sonriendo cada vez más profundo y rechazándole más cerca de su boca. Las sillas estaban prácticamente juntas, la conversación parecía divertida, la tez clara de la italiana se sonrojaba con los ojos oscuros del mulato. Si Yoandri no la besó antes fue porque estaba jugando con ese instante, porque estaba seguro de su triunfo, tan seguro como de que ella acabaría accediendo a bailar con él.


Bianca nunca bailaba. Y él le iba a enseñar a no volver a decir nunca.


-¡Venga, chica! Inténtalo. Acá todo el mundo está bailando sin tener ni idea... mira a Fabrizio con Yaquelín: él es ridículo, pero está gozando. ¿Lo ves?


El cubano se levantó y la agarró del brazo sin preguntar. Bianca se removió permitiendo que la risa brotara a borbotones desde el estómago hasta la garganta, dejándose llevar a un rincón de la pista. Sus pies eran un desastre, estaba borracha y no se podía concentrar en el ritmo, porque lo único que sentía era la presencia y el cuerpo de Yoandri, su aliento y su cercanía, sus manos sobre la cintura y parte de sus nalgas. Quería que bajara más, que se acercara más, que la besara de una vez para terminar con esa estúpida sonrisa de la que ni siquiera era consciente.

Y lo hizo. Fue el primero de una larga serie de besos. Besos en la pista de baile, en la mesa, bajo la lluvia, en el parque, camino a la casa del mulato.


Tuvieron que subir lo que a Bianca le pareció la cuesta más empinada que había visto jamás. Un camino de tierra que el agua se había encargado de convertir en río de fango. Empapados y empapándose, ambos caminaban descalzos y aferrándose el uno al otro para no caer o caer juntos. Al final de la calle apareció la verja del cementerio y a la derecha la casa de Yoandri.


Para Bianca no era más que una cabaña de madera mal terminada. Un espacio único con el baño separado mediante una cortina y una cocinilla de querosén. Las paredes de leño estaban llenas de rendijas y agujeros por los que hubiera entrado el frío que nunca hacía en aquella isla. “Wow”, pensó la italiana. Se veía que Yoandri, realmente, no vivía allí. La cama estaba a medio hacer en el colchón-sofá que reinaba el espacio, la cocinilla estaba sucia y todo tenía aire de abandonado. A Bianca no le dio tiempo a verlo como una cueva porque los brazos del cubano la rodearon desde su espalda justo antes de empezar a besarle el cuello. La ropa empapada de lluvia ya sobraba, incluso la angustiosa luz que salía de la bombilla del techo. Se desnudaron de pie, sin prisa, dejando las cosas colocadas para secarse mientras seguían tocándose. Agua con agua, piel con piel, el pelo de la italiana contra la mejilla del cubano.


Ya no olía a humedad sino a calor y sexo, como huele el sexo justo antes de hundirse de lleno en él. El cuerpo de Yoandri era terso y redondo, fuerte. Bianca era blanquita, suave y blanda. Ella era pequeña a su lado. Él tenía un pelo rizadísismo e imposible de acariciar, donde los dedos de ella se perdían y atascaban. Ella tenía cabellos suaves y rojos que con la lluvia habían perdido su poco volumen. La italiana le miraba a los ojos y sonreía ligera; el cubano también sonreía y le miraba a los ojos mientras llevaba aquella mano clara con dedos de niña a su enorme pene. Eso era poder, eso que tocaba Bianca entre excitada y aún tímida. Se sintió afortunada con aquel miembro entre las manos, con ese hombre que antes le pareció algo feo y que tenía tanto que enseñarle.


Él la besó en los pechos, llenos y altivos, haciéndole saber que le gustaban mientras su mano alcanzaba el sexo de Bianca, que gemía ante el descaro del amante número dos.


-¡Óyeme!, parece que también llovió un poco por acá abajo…
-¿Qué? -preguntó la italiana volviendo del algún lugar profundo. -Me gusta tu papaya.

Y ella rio.


Entonces el mulato sacó un condón y mostró a Bianca que era talla XL.


Ella volvió a reír, ruborizada, con ganas de que, de una vez, aquello entrara en ella, de que se la metiera.


Primero suave, sabiendo que tenía que ser utilizada con cariño porque las dimensiones así lo mandaban. Suave y dejando que ella pidiera más, observando cada reacción del cuerpecito de Bianca.


Y ella no dejó de sonreír mientras gemía frente a la mirada atenta del cubano que disfrutaba de cada golpe de pelvis casi tanto como de cada estremecimiento de la italiana.


-¿Te gusta?
-Me encanta.

Él no apoyaba ninguna parte de su cuerpo en ella más que la cadera. Unidos sólo por sus sexos, acostados ambos en el colchón, Yoandri sobre Bianca, mirándola y haciéndola sufrir de placer, enamorándola físicamente.


Luego ella sobre él. Caricias y aquel superpene de nuevo duro frente a aquel coño que nunca había dejado de estar dispuesto. Hasta cuatro veces eyaculó el cubano aquella noche y cinco orgasmos tuvo Bianca, mientras aceptaba que era un regalo que no podía dejar escapar, que no se podía limitar a esa noche ni esas cuatro paredes.


Durmieron abrazados y escuchando llover. El cuartucho ya no era un lugar destartalado. Sólo había que verlo desde otro ángulo, desde el colchón en el que descansaban, con un cuerpo caliente y acogedor al lado.



martes, 14 de diciembre de 2010

Cinco- El fin del principio

EL FIN DEL PRINCIPIO

De lo que pasó aquella noche Diana guardaba un recuerdo confuso. Thomas había pasado por su casa mientras ella estaba cenando. Fue una visita inesperada. Él apareció cuando acababa de sentarse a cenar, aún sin duchar, y se sentó a mirarla. Como lo hacía siempre: callado y firme. Era la primera vez que iba a la casa adoptiva de la española. Luego se marchó convencido de que Diana no llegaría a la hora prometida. Antes de cruzar la puerta, ella le prometió que su última noche sería una gran noche y él le respondió que tenía una sorpresa. Bianca y Blanca sonreían en algún punto detrás de Diana.

Se encontraron en el Rumbos, tal y como habían quedado. Ella llegó puntual y Thomas recién duchado. Bebieron con todos gracias a la excusa de que Thomas se marchaba. Ron de la cosecha de Diana, de la del alemán, de la de John, de la de Bianca, de la de la isla.


Omar, el dreloman, pasó cerca sin saludar. Thomas sonrió y eso les llevó a hablar de la noche en que acabaron durmiendo juntos, la que apenas había existido para Diana. Entonces Thomas le recordó cómo se habían conocido.


En quien él se había fijado era en Bárbara. Se quedó prendado de la chica de las rastas y los grandes pechos, pero ella no le hacía demasiado caso y estaba ya muy solicitada, sobre todo por su amigo, Noah, el belga, que no se despegaba de Bárbara. Después estaba Diana, que se fue con el rastafari con el que estuvo besándose, sentada encima de él en alguna silla. Después empezaron a discutir. Omar le tiraba del brazo y ella le gritaba para que le soltara. Entonces, Thomas, que estaba contemplando aquella escena sin perderse detalle decidió intervenir para que el cubano dejara en paz a la chica. Omar la abandonó en manos del bávaro que la sentó en una silla junto a él. Compartieron ron y se besaron un poco. El rastafari seguía en algún lugar de la terraza. Llegó la hora de marcharse, era la segunda noche de Diana en Baracoa, estaba casi inconsciente, Bianca se había ido hacía rato y ella no sabía volver a casa. Thomas la llevó a con él y ella le vomitó las sábanas. Luego le colocó de lado para que no se ahogara si se le ocurría repetir la argucia y así la mantuvo, abrazándola-sujetándola, toda la noche.


Entonces Diana despertó sin saber dónde estaba ni quién era el que le abrazaba.


La española no supo si darle las gracias o escupirle.


Lo que más le dolía de todo aquello no era que se hubiese enrollado con ella sabiendo que no era consciente de lo que hacía, sino que le hubiera confesado que lo que él deseaba era enrollarse con Bárbara y que ella fue una especie de accidente o de “cosa que pasa” o, peor, que era más fácil por lo borracha que estaba.


Le dolió de la manera en que sólo le dolían las cosas cuando estaba bebida, con sinceridad.


Apretó la garganta y bebió algo de ron para que pasara.


La noche siguió.


Más alcohol. Después recordaba la conversación sobre los chupetones que tenía en el cuello, los que le había hecho él en sus ataques de pasión etílica. “¡Puto Thomas!”, le dijo mientras se los enseñaba y le amenazaba con hacerle lo mismo.


-¡Oh! ¡No! No puedes... No puedo. Tengo novia, ¿sabes? Bueno, tenemos una relación abierta. Ya sabes... -comenzó a explicarse.

-No me importa si tienes novia -respondió Diana.

Él se rio.


-Y ¿qué hubieras hecho si te importara? ¿Hubieras empezado a llorar? ¿Hubieras dicho: “¡Oh, no, Thomas! ¡Yo me quiero casar contigo!”?


Diana se sintió atacada, pero no pensaba darle el placer de entrar en sus provocaciones. Ignoró sus palabras de nuevo, acumulándolas junto a las que le habían dolido primero.


-Vale. Entonces, si a tu chica no le importa, porque tenéis una relación abierta, yo te voy a marcar esta noche como tú has hecho conmigo.


El bávaro rio.

-No cojas lucha, sweety... Lo siento. No quería hacerte esas marcas pero es que soy medio Drácula, ¿sabes?

-La verdad es que lo pareces un poco.

-La familia de mi madre es de Rumanía y a mí me gusta la vida nocturna y la mala vida, incluso la muerte, como a él.

Diana se echó a reír.


Del resto de la noche sólo había flashes. Todos malos.
Flash:

-¿Qué pensaste de mí la primera vez que me viste?
-Pensé que eras un pijo. -Yo sé lo que pensaste. Tú pensaste: “tiene mucho dinero, me puede dar lo que quiera”.

¿Qué coño insinuaba? Diana le mandó a la mierda procurando no perder la sonrisa y le explicó que no todas las mujeres se movían por interés y que no se tenía por qué preocupar, porque ella tenía muchísimo dinero. Esto último le debió de parecer muy gracioso a Thomas, que se rió, ofendiendo aún más a la española.


Siguieron bebiendo y olvidando por momentos.


Desmemoria.
Flash dos:

En casa de él intentaron hacer el amor, pero Thomas se quedó dormido mientras ella estaba encima. Ése fue el final. Entonces comprendió que él era un gilipollas y lloró a su lado, bajito.


Lloró por todo lo que le había dicho esa noche y por no haber sido capaz de admitir que le dolía. Lloró porque se sentía despreciada. Porque le apetecía llorar.

Tres- Querer o ser quierido

QUERER O SER QUERIDO

Aún estaba el sol alto cuando Bárbara y Manuel decidieron volver a casa.

-¿Qué vamos a hacer hoy? -preguntó Manuel irónico.
-No sé -Bárbara le siguió la broma-, podemos ir al Rumbos, que me han dicho que está bien.
-¡Ah, sí! Me gusta ese sitio. Podemos tomarnos unos mojitos, luego yo me sentaré a ver bailar a las parejas, tú podrás bailar con Yuri, yo me cansaré, tú te quedarás y mañana dormirás hasta tarde.
-Noto cierto resquemor en tus palabras, mi papi chulo.
-No, no. Tú ya eres mayorcita para hacer lo que quieras.
-¿Qué es lo que te molesta?
-Nada.
-No, nada no. Está claro que te molesta algo... dime qué es.
-No es nada... es sólo que sigues siendo mi pequeña y hay ciertas cosas que me cuestan.
-¿Cómo qué? ¿Verme con chicos? -Manuel no contestó-. Es eso, ¿verdad? Pero, papá, si tú has conocido a más de un novio mío y me has dejado dormir con ellos en casa y todo, ¿qué te extraña ahora?
-Pues eso, precisamente: que no se trata de ningún novio. Se trata de un muchacho cubano, que es un encanto, por supuesto, pero tú sabes en la situación que viven aquí y por qué tienden a juntarse con extranjeros... lo que me preocupa es que no seas consciente de lo que estás haciendo.
-¿Y qué estoy haciendo? Si se puede saber.
-Eso me pregunto yo: ¿qué estás haciendo con Yuri? ¿Te gusta o es sólo un pasatiempo? ¿Él te trata bien y tú le pagas los rones?
-¡Por Dios, papá! ¿Qué estás insinuando? ¿Que estoy comprando los favores de Yuri?
-No es eso. Lo que me preocupa es que lo estés haciendo sin darte cuenta. Tienes que contextualizar las cosas. Él no es un chico cualquiera y tú tampoco lo eres para él.
-¿Y si te dijera que le quiero? ¿Cambiaría eso las cosas?

La cara de Manuel se contrajo.

-¡Aha! -Exclamó Bárbara-. ¡Ahí te quería ver yo! Eso no te gustaría nada, ¿no es cierto?
-¿Le quieres? -se atrevió a preguntar el padre.
-No, papá, no le quiero. O al menos no de la manera que tú crees. Es un chico estupendo y lo pasamos bien juntos. Punto. No hay que comerse más la olla. Yo no hago nada que no haga en España o cualquier otro lugar.
-Pero esto no es cualquier lugar.
-Entonces, ¿qué? ¿No me puedo relacionar con la gente de aquí? ¿No les puedo invitar a un ron si me da la gana porque yo me lo puedo permitir y ellos no?
-Yo no he dicho eso...
-Prefiero relajarme. Prefiero obviar ciertos riesgos y correrlos. Y tú deberías hacer lo mismo.
-¿El qué? ¿Acostarme con alguna mulata?
-Liberarte, papá. Ser capaz, por un momento, de olvidar a mamá.
-¿Y por qué tengo que olvidarla?
-Papá, despierta. Se acabó. ¿Entiendes? Mamá no va a volver contigo. Hace mucho que vive ajena a ti, lejos de ti, incluso cuando estabais juntos.
-¿Por qué te empeñas en mostrarme la verdad? ¿Por qué te crees que soy imbécil?
-Yo no he dicho eso...
-Sí lo has dicho. Lo haces constantemente. ¿No se te ha ocurrido pensar que yo no quiera olvidarla? ¿Que sea lo mejor que me ha pasado?
-Pero te ha hecho sufrir, papá...
-Y disfrutar, Bárbara... estoy harto de que todo el mundo me trate como una víctima. ¿Qué es mejor: haber querido durante más de 20 años a la misma persona o haberlo intentado sin conseguirlo? Yo no he sufrido, Bárbara. Querer es lo más bonito que te puede pasar, más incluso que ser querido y no envidio a tu madre... ella es la que ha sufrido más, porque es incapaz de querer. Y acostarme con alguien no va a cambiar nada.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Dos- Carne roja

CARNE ROJA

Yaquelín era la carne y la conciencia de la piel. A Bianca no le gustaba la carne, era vegetariana, y lo pasaba realmente mal en Cuba, donde la base de la dieta era el cerdo y el pollo.

Nunca ternera, ni carne de res en general. Con excepciones, claro. A Yaquelín le recomendaron comer carne de vaca, porque aumentaba los glóbulos rojos, según ella misma contaba. Por prescripción médica, la familia podía comprar algo que para la inmensa mayoría de los cubanos estaba más que prohibido. Ella necesitaba producir más de esos glóbulos para su operación, la que pensaba hacerse en La Habana cuando le dijeran que estaba todo listo y que le desharía de sus cicatrices. Los pedazos de piel anudados que cubrían parte de su torso, y que le recordaban cada día que estuvo apunto de morir y aún no había vuelto a ser la que era.


Y Blanca, la casera, su siempre madre, se afanaba por conseguir los pedazos de vaca que no eran fáciles de encontrar por mucha prescripción médica que se tuviera. La mayoría de las ocasiones, la tenía que comprar de contrabando, fuera res o caballo, lo que hubiera.


Las vacas en Cuba estaban destinadas a la producción de leche para los más pequeños o los ancianos y no tenían demasiadas, así que matarlas para convertirlas en estofado podía costarle la cárcel al responsable. Eso no quería decir que no se hiciera, muchas vacas morían por causas ajenas y esa carne se podía aprovechar a escondidas. El ingenio caribeño había desarrollado diversos métodos para camuflar de accidente el asesinato de cabezas de ganado con el fin de vender su carne en el mercado negro. Era relativamente común que una vaca muriera mientras cruzaba las vías del tren, algo raro teniendo en cuenta la escasez de trenes y de vacas que había en la isla. Y lo mismo sucedía muchas veces con los caballos. Con unos cuantos dólares, Yaquelín podía comer su carnecita de vez en cuando y ya aprovechaba Blanca para servírsela a los turistas que pasaran por su casa a un buen precio.


Así se lo explicaba la cubana a Fabrizio, que no podía evitar la risa al imaginar a los guajiros empujando a las pobres vacas para que se quedaran atravesadas en las vías justo en el momento en que pasaba el tren.


A Bianca aquello le parecía absurdo. Como absurdo le parecía que sirvieran ternera en los hoteles para turistas, en esos reductos donde no existía ninguna restricción ni problema, donde nunca se cortaba la luz ni faltaban ingredientes, donde no podían entrar cubanos a pesar de que la Constitución estableciese que eran lugares públicos y que en ningún lugar público se le podía impedir el acceso a los ciudadanos.


Fabrizio imaginó una Carta Magna rehecha según las conveniencias y en Rebelión en la Granja, un libro escrito antes de la Revolución cubana... pero no quería pensar más, prefería dejarse llevar por Yaquelín y aprender a bailar.


Después pensó en el Ché y como al poco de dar comienzo a todo, dijo aquello de que las revoluciones eran imperfectas porque salían de la pasión del pueblo. Lo dijo porque vio que no era tan fácil. Él buscó la manera de mejorar la idea, quiso la creación de un socialismo que abarcara toda América Latina. El Ché estaba muerto. Yaquelín le arrastró del brazo y lo colocó en posición de baile.

Un- Gente gato

GENTE GATO

Mientras apuraban la carne de langosta que se había quedado pegada en las cáscaras, tres perros tiñosos, muy cubanos, acechaban a un metro de ellos, esperando pillar algo de los restos. Habían tenido suerte. Al grupo de turistas de al lado, una amplia familia de italianos, se le había arrimado una cerda con sus ocho crías, que eran bastante más descaradas que los chuchos.

Diana contemplaba la escena divertida: una puerca negra y gorda paseándose a sus anchas por la arena secundada de ocho cerditos. Cuando la madre se abalanzó sobre el plato de arroz entero que acababan de destapar los extranjeros, los ocho animalitos hicieron lo mismo y no había manera de espantarles, siempre volvían. Una mujer de carnes flácidas y cabello oxigenado gritaba despavorida mientras instaba al marido a hacer algo, a la vez que los niños intentaban alcanzar a alguna de las crías, que siempre escapaba. Al final optaron por tirarles el arroz lejos de ellos, a modo de señuelo, y sentarse tranquilos a comer el resto.

Diana, Thomas y Yoandri terminaron con todo lo comestible y la española dejó algunos restos en la arena para que se los comieran los perros. Aquellos animales estaban escuálidos, daba pena verles engullir lo que fuera mientras gruñían.

-Odio a los perros -dijo Thomas.
-¿Por? -preguntó Diana sin demasiado interés.
-No me gustan los perros, yo soy una persona gato.
-¿Qué?
-Sí. Hay gente gato y gente perro. Yo soy gente gato.
-Entonces...
-Los perros son tontos, estúpidos. Siempre esperando a sus dueños... Prefiero los gatos. Los gatos son independientes, listos y elegantes. Los perros apestan. Y la gente a la que le gustan los perros suele ser como los perros. Tú eres gente gato, ¿no?
-No. No lo soy.
-¿No prefieres los gatos a los perros?
-No me gustan los animales. Llenan todo de pelo y las casas donde viven animales siempre apestan.
-De todas formas, tienes que escoger: ¿gatos o perros?
-Que te jodan, Thomas.
-¡Jódeme!
-Entonces... tú eres independiente, listo y elegante. ¿no?
-Por supuesto. ¿No lo crees?
-Bueno, los gatos son muy limpios, tu no puedes ser como ellos. Tú eres una persona perro.
-No estoy de acuerdo. Los gatos odian el agua. Yo odio el agua, pero no odio limpiar mi cuerpo. Tú lo puedes lavar con tu lengua si quieres.
-No, señor. Tú no odias el agua, porque te encanta el mar. Los gatos nunca se meten en el agua. A ti no te gusta la ducha y hueles... como los perros.
-¡Jodida chica! Tú eres una persona gato: eres inteligente, elegante y un poco peligrosa; pero suave y adorable cuando quieres.

Y se acercó para darle un beso en la boca, otro en la mejilla, varios en el cuello.

-¿Apesto? -preguntó malicioso.
-No me importa si apestas o si eres una persona perro. No me gustan los animales, pero me gustas tú.
-¿Te gusto? Eso está muy bien.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Siete- El pasado

EL PASADO

Yuri le había asegurado a Bárbara que eso de la infidelidad no iba con él.

Estuvo muy enamorado, pero tuvo un mal final. De eso hacía ya más de un año. Tenían los dos 17 cuando empezaron a salir. No fue la primera, pero sí la única. La única con quien siempre sintió que estaba creando algo. Iba a casarse con esa mujer, lo sabía. No tenían fechas ni planes, quizás cuando terminaran los estudios, ella quería ser enfermera y él, profesor de Educación Física. “Las enfermeras tienen más facilidades para salir”, le repetía ella. Y Yuri prefería no pensar en las misiones ni en las familias que se separaban durante años mientras uno de ellos se iba a Venezuela o donde tocara. Le gustaba más obviar que eso no pasaría y que, si pasaba, él encontraría la manera de irse con ella, que juntos huirían. Qué más daba no poder volver a Cuba, si se llevaban el uno al otro.

Ése era su pacto: nunca el uno sin el otro. El sueño de ambos y un futuro que se agrandaba cuando hablaban de él.


-Pero tú tienes que buscarte otra profesión. Los profesores de gimnasia nunca salen de aquí- le decía ella-. Tienes que hacerte artista.

-Pero si yo no sirvo para esas cosas. ¿No lo ves? Bailo lo justo y canto con el culo –se reía él-. ¿Qué tú quieres que yo haga?

-¡Ay! Pero ustedes se la pasan escuchando música y organizando conciertos y qué se yo. Algo tendrás, ¿no? Énganchate con tus amiguitos, los que tienen la banda ésa.
-Lo que tú eres es una ingenua. ¿Cómo crees? La música que ellos hacen no le interesa a nadie acá. Y no es la música cubana que los extranjeros quieren escuchar.
-¡Pero nosotros tenemos que salir de aquí! Tenemos que irnos a Miami, o a España, donde sea, donde me pueda comprar ropas bien lindas.
-¿Pero qué ropa tú necesitas? Si tú sabes que como estás más linda es sin ella...
-¡Ah, claro!

Y su risa llegaba hasta el estómago de Yuri.

Las últimas veces que la vio, ya no se reía.

-Yuri, tengo que decirte algo.

-¿Qué sucede? Pero mira qué cara traes, alégrate, chica, que no puede ser tan grave...

Hacía días que le andaban llegando comentarios que él nunca quiso creer. Que su chica andaba con otro, “¿Con quién?”, “Yo no la vi, es lo que escuché”, “Entonces qué me vienes a contar. ¿Tú no sabes que acá la gente se aburre mucho, que tienen demasiado tiempo para inventar?”, “Yo sólo pensé que tenías que saberlo, asere, porque todo el mundo lo sabe”.


El otro era mayor, sí, uno de esos viejos solitarios o verdes que pisaban Cuba buscando jovencitas a las que “salvar” a cambio de compañía, sexo y la vitalidad que ya no tenían.


-Me voy, Yuri. Me caso con Roberto, él es bueno y yo le quiero. Entiéndeme.


Tenía 19 años y la cabeza llena de sueños.

Seis- Dentro del frío

DENTRO DEL FRÍO

Era agua dulce porque no tenía sal y porque se movía con una suavidad que parecía acariciar las orillas y la piel de los bañistas. Bianca aún no se había decidido a entrar, estaba demasiado fría, más si la comparaba con la calidez del Caribe en invierno.

Dulce pero fría: así se presentaba la italiana a los ojos de Fabrizio, que jugaba en el río. Yaquelín y él contra Gian Carlo y Zuleima, ellas sobre los hombros de ellos, luchando para mantenerse en pie. Fabrizio no tenía nada que poder frente al su musculoso compatriota, pero era divertido. La cubana se agitaba y sujetaba usando la fuerza de los muslos. La piel mojada de Yaquelín era suave y templada. Su tacto le hacía disfrutar del momento, no quería luchar para ganar, sino aguantar para seguir sintiendo ese abrazo húmedo y cálido sobre sus orejas y cuello.

El agua protegía y rodeaba al italiano. Agua por debajo de su cintura, agua compacta y abundante; agua sobre su torso, escueta, una pátina de agua que le hacía vulnerable al aire, que volvía rígidos sus poros, convirtiéndose en calor cuando Yaquelín le rozaba. Haciéndole sentir gratitud ante el tacto que creaban al tocarse.

La torre se desmoronó y se perdió el momento. Yaquelín, al incorporarse, le abrazó por detrás, protegiendo su espalda de la interperie, encalideciéndole y calentándole. Fabrizio notó sus pezones duros sobre los homóplatos, su pecho cogedor, su risa. Y vio a Bianca tumbada, ajena a todos ellos, distante, aburrida, misteriosa.

Yaquelín era la carne y la vida. Cicatrices en forma de nudos atravesaban su cintura, colmaban su hombro izquierdo y parte del brazo, el dedo gordo de la misma mano, salpicaban su cuello. Estuvo casi muerta y ahora vivía. Quería viajar lejos y, mientras esperaba, vivía. Su belleza era serena y estaba rota, pero la recomponía con una sonrisa. Esperaba ser operada, que le deshicieran esos nudos de piel y, mientras tanto, vivía.

Aquella isla esperaba todo, cualquier cosa, quizás nada. Y, mientras tanto, vivía.

Él también quería vivir.

Pero tenía miedo, miedos. Confiaba en la ideología y quería ser ante todo un hombre conforme a lo que pensaba. Allí todos tenían que pensar de la misma manera, la ideología se suponía, se mamaba, era algo que no iba a desaparecer nunca. ¿Para qué preocuparse por las ideologías?

Yaquelín estaba frente a él y le sonreía. Él tuvo tremendas ganas de besarla, de sentirla inmediatamente cerca de nuevo, esta vez cara a cara. Fue ella tomó la iniciativa mientras le sujetaba suavemente por la cintura y por la nuca. Él rozó su hombro liso y le acarició las heridas ya cerradas del principio de la espalda.

En Italia tenía que esforzarse para hablar con una chica. Allí las mujeres le sonreían, querían bailar con él, le torturaban con su sensualidad.

-Eres lindo, Fabrizio. Fa-bri-zio –repitió lentamente-. Me gusta tu nombre. Me gusta cómo suena el italiano y el acento de los italianos cuando hablan español. Es muy sexy.

Ella sí que era sexy.

-¿Y si fuera cubano, no me querrías?
-¡Ay, ya! Ya déjalo, mi amor. No pienses tanto, déjate llevar. Lo que tú tienes que hacer es aprender a bailar y gozar. Punto. Venga, apúrate, que yo te voy a enseñar.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Cinco- Langosta

LANGOSTA

Thomas maldecía a las nubes mientras cambiaba de posición una y otra vez.

-No puedes ponerte moreno en un día. Es tu culpa, no te enfades ahora -le chinchaba Diana.

Seguía buscando su posición cuando apareció un hombre entre los matorrales que rodeaban la arena y se acercó.

-¿Quieren algo de comer? ¿Algo rico y a buen precio?
-¿Tiene langosta? -preguntó el alemán procurando esconder su acento.
-Claro, amigo.
-¿Es fresca?
-Sí. Yo mismo la cogí.
-¿Cuánto cuesta?
-A nueve dólares la langosta y te traigo también su poquito de arroz, su ensalada y plátanicos.
-¿Nueve dolares? No amigo, la comí más barata.
-¿A cuánto la quieres?
-A seis -intervino Yoandri-. Déjanosla a seis, que te vamos a pedir para los tres.
-Con ustedes yo no hago negocio -protestó el furtivo sin perder la sonrisa-. Pero está bien, yo se la dejo a seis. ¿Ok?
-Ok -respondieron los tres sabiendo que no les hacía ningún favor.
-¿Caguama tienes? -preguntó el mulato.
-Sí, tengo. ¿Una para tí?
-Sí, por favor.
-¿Y ustedes?
-Para mí una langosta y para ella... ¿tú qué quieres?
-Para mí langosta también, así la pruebo.
-¿Nunca comiste langosta? -se sorprendió Yoandri.
-No. No sé. En mi país no es normal comer langosta, son carísimas.
-Dos langostas y un filetico de caguama, entonces. ¿A qué hora se lo traigo?
-Pronto -respondió Thomas.
-En cuanto las tengas -añadió Yoandri.
-El vendedor furtivo volvió a desaparecer entre la maleza.
-¿Cuánto cuesta una langosta en tu país? -siguió el cubano.
-Sinceramente, ni lo sé. Nunca me he molestado en comprobarlo porque es lo típico que no me puedo permitir o en lo que no me quiero gastar el dinero, mejor dicho.
-Me encantan las langostas -Se unió Thomas-. Si estas langostas están buenas, uuuhhh, vas a comer algo especial, en serio. La mejor langosta que yo comí fue aquí, en Cuba, bueno, y en Nueva York, en un restaurante japonés.

“La mejor langosta que comí fue aquí, en Cuba, bueno, y en Nueva York, en un restaurante japonés”, repitió Diana en su cabeza sin acabar de creerse lo que acababa de escuchar. ¿Con qué clase de pijo había ido a parar? Sonrió. Cuanto más motivos para odiarlo encontraba, más le gustaba ese personaje. Además, ambos compartían el gusto por el ron.

-Yo nunca he estado en Nueva York -contestó ella provocativa.
-¿En serio? Tienes que ir.
-Ya.

Tres- Playa Blanca

PLAYA BLANCA

El camino a Playa Blanca era precioso y el nombre del lugar evocaba a una cala de arena fina y suave, un sitio “idílico para tomarse un tentempié al ponerse el sol” como decía la guía. Pero Jimena les advirtió sobre lo peligroso de quedarse en esa hora.

-Con cuidado, muchachos. Que en Playa Blanca los jejenes son terribles. En un segundo te comen. Más a los extranjeros…

Bárbara no paraba de rascarse, las mordeduras de la noche anterior le molestaban más cuando se acordaba de las palabras de Jimena, pero no podía negarse a acompañar a Manuel. Ese día parecía triste y últimamente ella no le había hecho demasiado caso.


La arena no resultó tan blanca como Bárbara se había imaginado. Mirando un poco más allá de la mierda que se apilaba en los bordes de la playa, se podía ver el lugar más o menos paradisíaco del que hablaba la guía. Las lluvias en esa época atacaban a diario los paisajes de la isla arrastrando hojas y basura y dejando el mar revuelto y oscuro.

Nada era tan limpio por allí. ¿Por qué lo blanco siempre se asociaba a la pureza? En Cuba el lenguaje estaba lleno de expresiones vejatorias para los negros y ellos mismos las usaban sin reparo. Pelo bueno y pelo malo: “Bueno es como el que tiene Bianca, todo liso, y malo es así”, le había dicho Yuri mientras señalaba su cabeza, “como lo tendría yo si lo tuviera más largo, encrespado, con rizos, de negro”.


Pelo bueno y pelo malo, ¿qué serían sus rastas? Malo, seguro. No tenían ningún sentido esas expresiones racistas en Cuba, donde un tercio de la población era mulata o negra, pero así ocurría. La discriminación tenía un funcionamiento simple: los blancos se creían superiores a los mulatos y éstos a los negros, con todos los matices de color que cupieran entre medias. En el día a día todos trataban con todos y no se establecían diferencias, pero en las conversaciones no era raro que se colaran comentarios del tipo, “ten cuidado cuando vayas sola que hay gente de todo tipo y muchos que roban a los turistas, sobre todo los morenos”.


Y era cierto que, después de casi 50 años de Revolución y de leyes antidiscriminación, con negros ocupando puestos de todo tipo en la Administración del Estado, la Universidad y demás, en las cárceles del país seguían predominando las pieles oscuras, sobre todo cuando se trataba de delitos comunes como robos. Los blancos sólo representaban en eguían siendo la clase privilegiada. ¿Cuánto tiempo hacía falta para superar realmente esas diferencias? ¿Cuántas generaciones? ¿Era posible?


Llevaba casi un mes viajando por la isla y de las nueve casas de alquiler en las que había dormido, sólo una pertenecía a una mulata (casada con un blanco). Tampoco en los entornos cercanos a Castro eran mayoría.


Sin embargo, los cafeconleche eran uno de los productos más exportados del país, tan afamados y codiciados como el ron, los puros y la salsa. A Bárbara le gustaban los mulatos, le encantaban. Yuri, sin embargo, prefería las blanquitas como Bárbara, como la novia que tuvo y sobre la que no le gustaba hablar. Ésa que se fue con un extranjero.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Dos- El río

EL RÍO

Lo llamaban, se llamaba, Yumurí, aquello sonaba a aborigen. Aún quedaban restos de la población prehispánica en Cuba, pero no demasiados. Decían de Baracoa que era uno de los pocos lugares de de la isla en el que aún se podían encontrar personas con rasgos aborígenes. Fue el primer lugar al que llegaron los españoles y el último donde aún vivían los que les vieron aparecer, aunque fuera en los ojos y la piel de sus descendientes.

Gian Carlo, Fabrizio y Bianca, frente a Zuleima y Yaquelín, dos chicos y tres chicas en el coche alquilado del italiano. A Bianca no le salían las cuentas.

-No es lo que piensas –le dijo Fabrizio.
-¿Qué pienso?
-Yo sé lo que piensas. Que esto era una cita doble.
Ella rio.
-¿No es así?
-Piensa lo que quieras. Sólo te digo que no es verdad.
-Bien.

Bianca seguía rascándose los muslos y glúteos y Yaquelín se reía maliciosamente.

-Eso te pasa por ir a la playa a horas que no se debe .

Zuleima también rio.

-Estos jejenes -le repitió despacio y alto Zuleima a Gian Carlo- son terribles, ¿me oyes? Te pican en el culo cuando haces cosas malas en la playa… por la noche. Por el día no pasa nada.
-Por el día sí que pasa. Pasa que te vean, chica -puntualizó Yaquelín-. Oye, Zuleima, tú explícale bien cómo tiene que ir, para llegar al sitio bonito, que no vaya donde está todo el mundo.
-No te preocupes, chica, que yo ya le expliqué.

No convenía presentarse en los puntos más turísticos, si no querían que algún guía cabreado por haberles robado clientela les denunciara a la Policía.

Bianca seguía sintiendo que sobraba mientras que Fabrizio se consideraba afortunado por su inesperada presencia. Porque le seguía pareciendo preciosa aunque ella no le hiciera ningún caso.

Porque le aterraba la idea de tener que enfrentarse a Yaquelín a solas, que ella se pudiera poner seductora y tuviera que volver a frenar el impulso de besarla, como le había sucedido la noche anterior.


Un- Cuatro en un coche para seis

CUATRO EN UN COCHE PARA SEIS

Diana llegó tarde, pero llegó con tampón limpio y preparada para marcharse a un normal día de playa. Thomas, Yoandri, ella y un taxi para cuatro.

-¿Y qué pasó con tu amiga?- preguntó el cubano.
-Ya tenía planes, había quedado para ir al río.
-¿Con quién? Si se puede preguntar.
-Con Fabrizio, el italiano rubio, ¿sabes?
-Sí, sí, ya sé. La que no sabe es ella. Mira, ese italiano no le puede dar lo que le daría yo- replicó sonriendo.
-¡Por Dios, Yoandri! ¡Tú no! Creí que eras un poco más normalito...

El cubano rio.

-Es broma mujer, ¿tú no tienes sentido del humor o qué?
-Nunca he tenido mucho, pero últimamente creo que tengo menos...
-Pues muy mal, porque acá hace falta mucho sentido del humor para vivir, o te ríes o te hartas de llorar.
-Algo he notado, sí.

Yoandri iba en el asiento delantero junto al conductor, mientras que Thomas y Diana se camuflaban detrás, protegidos de miradas indiscretas por los cristales ahumados del coche, porque era ilegal que ellos fueran allí, los yumas tenían que usar los taxis oficiales. El almendrón, como se llamaba a los coches de los años 50 que aún circulaban por la isla, olía a gasolina y a viejo. Era un Chevrolet azul turquesa de ésos que tan bien quedaban en las postales y que volvían locos a los turistas. Pero esas enormes máquinas, en las que se podía llevar a tres pasajeros en la parte delantera y otros tres en la de atrás, eran más bonitas que útiles. Por dentro se notaban los múltiples remiendos que mantenían viva aquella reliquia a pesar de los años y las escaseces, los agujeros en el raído eskay de los asientos, el sonido de un motor mil veces resucitado. A Diana le pareció una metáfora de aquel país: todo viejo, remendado y persistente, funcionando, con muchos problemas, pero sobreviviendo. Entonces recordó la canción de Carlos Varela: Un amigo se compró un Chevrolet del 59, no le quiso cambiar algunas piezas y ahora no se mueve...

Thomas le abrazaba por la espalda mientras ella miraba el paisaje delante del coche. Los sobacos del bávaro olían ligeramente. Ella se lo hizo saber y él se rio. A Diana también le hizo gracia, le gustaba esa confianza basada en tan pocos días. La faceta cerda del yupi vestido de blanco que se sentó en la mesa del Rumbos su segunda noche en Baracoa. ¿Sería igual en su país? ¿Vendería obras de arte contemporáneo oliendo a sobaco?

En la parte delantera, los cubanos se habían inmerso en conversaciones propias, Thomas y ella también lo habían hecho, aunque en silencio.

Le miró a los ojos casi verdes, o miel. Las pupilas, de nuevo, vulneraban a Thomas contando lo que le costaba ser feliz, sus secretos que eran secretos sólo porque nadie se había parado a escucharlos. Diana prefería que no se los contara, se quedaba con las caricias y la sencillez, estar junto a él, sobre él. Ella tampoco quería pararse en él.


martes, 7 de diciembre de 2010

Siete- Fuga de cerebros

FUGA DE CEREBROS

Bárbara aún no se había levantado cuando Diana tocó el timbre, ni siquiera le había dado tiempo a asimilar que ya era un nuevo día.

Abrió la puerta con los ojos hinchados y algo parecido a un pijama. Diana rio al ver la estampa.

-¡Vaya cara que me traes!
-¡Hija de puta! Si me has despertado tú... ¡No son horas!
-Era una urgencia, en serio, si no nunca hubiese osado, lo sabes.
-Anda, pasa.
-¿Y tu padre?
-Ha salido a pasear, siempre lo hace. Tenemos horarios distintos.
Cerró la puerta y la invitó a que le siguiera. Se sentó a comer en una estupenda mesa de desayuno.
-¿Has comido?
-Sí, gracias. Además tengo la barriga revuelta, entre la resaca y la regla...
-¡Uf! Yo tampoco estoy demasiado católica. Ayer me comieron los jejenes.
-¿Dónde?
-En la playa, que no se me ocurre otra cosa que irme con Yuri ahí. Y no sabes lo que me arrepiento.
-Tú lo has dicho: se te podía haber ocurrido otra cosa.
-Ayer me parecía una idea estupenda.
-Ya, claro. Supongo que tampoco tendríais muchas más opciones –contestó Diana con guasa.
-No muchas, la verdad. Podemos ir a su casa, pero a mí no me hace demasiada gracia.
-¿Has ido?
-Sí, fuimos anteanoche, pero es deprimente. Vive en un piso medio derruido con su abuela, que ni puede bajar a la calle porque no camina bien y en el bloque faltan escalones...
-Uf.
-No me lo imaginaba así. En la calle, hablando con la gente, tampoco puedes saber quién tiene papel higiénico y quién usa el Granma para limpiarse el culo. Unos y otros visten bien, hablan bien, tienen estudios y sonríen. Sólo cuando entras en sus casas sabes si ganan en dólares o en pesos.
-Sí, en cuanto sales de las casas de alquiler y el mundo construido para los turistas, es cuando se ven esas contradicciones.
-No sé, me sentí rara. No estaba cómoda allí, probablemente porque no me lo esperaba, por lo menos no tan fuerte. Tía, le quitó la sábana a su abuela para que durmiéramos nosotros en el balcón. A esa pobre mujer que lleva años encerrada en el piso, dependiendo de su nieto para cualquier cosa. De repente me di cuenta de lo alejados que vivimos de la pobreza en España. Aunque esté ahí, cerca de nuestra casa, no la tocamos. Mucho menos nos acostamos con ellos.
-No es fácil, como dicen aquí.
-Me sentí fatal cuando entré a casa de Yuri, porque mi primer impulso fue el de salir corriendo. Sentía entre asco y, no sé, pena. Encima me sentí mal por eso también, porque no me parecía justo pensar de aquella manera, compararlo todo con lo mío, con mi forma de vida.
-Ya. Es una mierda. El problema es que si quieren mejorar o luchar por hacerlo, tampoco les dejan. No pueden hacer obras en sus casas sin el permiso y sin dinero. Con lo que ganan es imposible que hagan nada más que comer y pagar lo básico y el dinero que consigan por otras vías es ilegal, claro.
-Sí, pero, ¿qué sería Cuba si no fuera lo que es? ¿Cómo estaría? ¿A qué país de América Latina sería comparable? A mí lo que me parece mal es mi propia reacción, mi tendencia a juzgar sin darme cuenta, el que me diera asco un lugar tan sólo por estar viejo, porque estaba amarillo, que sintiera lástima y compasión... no sé. Al fin y al cabo, nosotros vivimos en una abundancia absurda. Si lo piensas, ¿qué parte de lo que consumimos nos correspondería en un reparto equitativo de la riqueza? A lo mejor todos deberíamos vivir como viven los cubanos, restringir nuestro hambre de bienestar...
-El problema de este país no es la pobreza, es la falta de libertad: para hablar, para moverse dentro de Cuba, para viajar..
-Ya ¿Cuánta gente viaja en España? ¿Cuánta lo hace en los países llamados subdesarrollados o en vías de desarrollo? ¿Cuál es el porcentaje de universitarios en Brasil, en Argentina, en nuestro país, sin ir más lejos?
-Está claro. Pero aquí les dan cultura y luego no les dejan usarla. Cuando la gente tiene las necesidades básicas cubiertas desarrolla nuevas necesidades, es simple. Los cubanos aprenden de aquí y de allí, están en continuo contacto con extranjeros, saben más de lo que se les cuenta y tienen las herramientas para llegar más lejos de lo que se les deja. Igual se solucionaba todo con permitirles viajar.
-Supondría una fuga de cerebros.
-No creo que se fueran todos. Los cubanos aman su país y, efectivamente, no van a encontrar lo que tienen aquí en otros lugares. De todas formas, con las restricciones que hay, sigue habiendo fuga de cerebros.
-¿Sabes? Estoy leyendo Cien horas con Fidel, de Ramonet, y dice que en los primeros años de la Revolución se marcharon más de 250.000 personas, la mayoría eran médicos, ingenieros, profesores... Tuvieron que empezar de nuevo, sobre todo con los médicos, que son su orgullo.
-Y ahora los mandan a Venezuela a cambio de petróleo, donde más de uno se acaba quedando de manera ilegal.
-La Operación Milagro -rio Bárbara-. Ah, no, eso eran los oftalmólogos, ¿no?
-Sí. No sé. No me gusta pensar mal de todo esto. Parece que estás con ellos o contra ellos, que si criticas lo que está pasando aquí estás defendiendo a Estados Unidos. Pero no puedo verlo con buenos ojos si la mayor parte de ellos lo condena de una u otra manera. Me parece hipócrita venir y decirles que son unos afortunados, que podrían estar mucho peor, cuando se lo estás diciendo tú, que no vives aquí y que tienes más de lo que necesitas, tanto, que te puedes permitir darte un paseo por su país y observarles como un interesante experimento sociológico. ¿No?
-Yo prefiero no verlo así. No quiero ser una turista, no me gusta. Mi padre y yo somos viajeros, es lo que siempre hemos sido.
-Aquí todo el mundo es turista, Bárbara. Eres una yuma más, acéptalo.
-¡Me niego! En serio. No quiero verlo así, ni puedo ver a los cubanos como listillos que sólo quieren sacarte dinero. Lo que me he encontrado hasta ahora es gente estupenda.
-Ya. Será que yo soy muy escéptica, no sé, pero me cuesta fiarme de ellos. Y más de los hombres. Por cierto. ¿Qué tal te va con Yuri?
-Muy bien, pero nada serio, ya sabes.
-Ya sé.
-¿Y tú con el alemán?
-Pues lo mismo... Por cierto, he quedado con él y llego ya tarde. ¿Tienes el tampón por ahí?
-Sí, espera.