miércoles, 15 de diciembre de 2010

Seis- El sexo con Yoandri

EL SEXO CON YOANDRI

Bianca miraba a Yoandri, sentado a su lado y sonreía.

-Vamos a bailar -le pidió el mulato.


A lo que ella se seguía negando con una mirada que tropezaba y se iba al suelo cuando él le devolvía la sonrisa. Yoandri lo volvió a intentar después de cada ron y ella sonriendo cada vez más profundo y rechazándole más cerca de su boca. Las sillas estaban prácticamente juntas, la conversación parecía divertida, la tez clara de la italiana se sonrojaba con los ojos oscuros del mulato. Si Yoandri no la besó antes fue porque estaba jugando con ese instante, porque estaba seguro de su triunfo, tan seguro como de que ella acabaría accediendo a bailar con él.


Bianca nunca bailaba. Y él le iba a enseñar a no volver a decir nunca.


-¡Venga, chica! Inténtalo. Acá todo el mundo está bailando sin tener ni idea... mira a Fabrizio con Yaquelín: él es ridículo, pero está gozando. ¿Lo ves?


El cubano se levantó y la agarró del brazo sin preguntar. Bianca se removió permitiendo que la risa brotara a borbotones desde el estómago hasta la garganta, dejándose llevar a un rincón de la pista. Sus pies eran un desastre, estaba borracha y no se podía concentrar en el ritmo, porque lo único que sentía era la presencia y el cuerpo de Yoandri, su aliento y su cercanía, sus manos sobre la cintura y parte de sus nalgas. Quería que bajara más, que se acercara más, que la besara de una vez para terminar con esa estúpida sonrisa de la que ni siquiera era consciente.

Y lo hizo. Fue el primero de una larga serie de besos. Besos en la pista de baile, en la mesa, bajo la lluvia, en el parque, camino a la casa del mulato.


Tuvieron que subir lo que a Bianca le pareció la cuesta más empinada que había visto jamás. Un camino de tierra que el agua se había encargado de convertir en río de fango. Empapados y empapándose, ambos caminaban descalzos y aferrándose el uno al otro para no caer o caer juntos. Al final de la calle apareció la verja del cementerio y a la derecha la casa de Yoandri.


Para Bianca no era más que una cabaña de madera mal terminada. Un espacio único con el baño separado mediante una cortina y una cocinilla de querosén. Las paredes de leño estaban llenas de rendijas y agujeros por los que hubiera entrado el frío que nunca hacía en aquella isla. “Wow”, pensó la italiana. Se veía que Yoandri, realmente, no vivía allí. La cama estaba a medio hacer en el colchón-sofá que reinaba el espacio, la cocinilla estaba sucia y todo tenía aire de abandonado. A Bianca no le dio tiempo a verlo como una cueva porque los brazos del cubano la rodearon desde su espalda justo antes de empezar a besarle el cuello. La ropa empapada de lluvia ya sobraba, incluso la angustiosa luz que salía de la bombilla del techo. Se desnudaron de pie, sin prisa, dejando las cosas colocadas para secarse mientras seguían tocándose. Agua con agua, piel con piel, el pelo de la italiana contra la mejilla del cubano.


Ya no olía a humedad sino a calor y sexo, como huele el sexo justo antes de hundirse de lleno en él. El cuerpo de Yoandri era terso y redondo, fuerte. Bianca era blanquita, suave y blanda. Ella era pequeña a su lado. Él tenía un pelo rizadísismo e imposible de acariciar, donde los dedos de ella se perdían y atascaban. Ella tenía cabellos suaves y rojos que con la lluvia habían perdido su poco volumen. La italiana le miraba a los ojos y sonreía ligera; el cubano también sonreía y le miraba a los ojos mientras llevaba aquella mano clara con dedos de niña a su enorme pene. Eso era poder, eso que tocaba Bianca entre excitada y aún tímida. Se sintió afortunada con aquel miembro entre las manos, con ese hombre que antes le pareció algo feo y que tenía tanto que enseñarle.


Él la besó en los pechos, llenos y altivos, haciéndole saber que le gustaban mientras su mano alcanzaba el sexo de Bianca, que gemía ante el descaro del amante número dos.


-¡Óyeme!, parece que también llovió un poco por acá abajo…
-¿Qué? -preguntó la italiana volviendo del algún lugar profundo. -Me gusta tu papaya.

Y ella rio.


Entonces el mulato sacó un condón y mostró a Bianca que era talla XL.


Ella volvió a reír, ruborizada, con ganas de que, de una vez, aquello entrara en ella, de que se la metiera.


Primero suave, sabiendo que tenía que ser utilizada con cariño porque las dimensiones así lo mandaban. Suave y dejando que ella pidiera más, observando cada reacción del cuerpecito de Bianca.


Y ella no dejó de sonreír mientras gemía frente a la mirada atenta del cubano que disfrutaba de cada golpe de pelvis casi tanto como de cada estremecimiento de la italiana.


-¿Te gusta?
-Me encanta.

Él no apoyaba ninguna parte de su cuerpo en ella más que la cadera. Unidos sólo por sus sexos, acostados ambos en el colchón, Yoandri sobre Bianca, mirándola y haciéndola sufrir de placer, enamorándola físicamente.


Luego ella sobre él. Caricias y aquel superpene de nuevo duro frente a aquel coño que nunca había dejado de estar dispuesto. Hasta cuatro veces eyaculó el cubano aquella noche y cinco orgasmos tuvo Bianca, mientras aceptaba que era un regalo que no podía dejar escapar, que no se podía limitar a esa noche ni esas cuatro paredes.


Durmieron abrazados y escuchando llover. El cuartucho ya no era un lugar destartalado. Sólo había que verlo desde otro ángulo, desde el colchón en el que descansaban, con un cuerpo caliente y acogedor al lado.



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