UN CHICLE
Una niña se acercó a ella.
-¡Óyeme! ¿Tienes un chicle?
La miró aún perdida en su resaca y en el frío de Múnich.
-¿Cómo? Ah, un chicle... Creo que sí, déjame mirar –rebuscó en el bolso, con ganas de seguir su camino. Encontró el paquete, el último de los que se había llevado a la isla. Sacó uno–. Toma, un chicle. ¿Te gustan de menta?
-Sí –lo cogió y cerró el puño–. ¿Me das otro?
Se lo dio y la niña salió corriendo.
Un minuto más tarde notó un nuevo tirón en el brazo.
-¡Óyeme! ¿Me das otro?
Unos metros más abajo otra niña miraba la escena mientras desenvolvía uno de los chicles anteriores. Le dio lo que pedía.
-¡Dame todo el paquete! –soltó al fin.
Diana se rio un tanto confundida. De repente se vio como una máquina expendedora de chicles, como le debía de ver la niña.
-¡Tú eres una descarada! -le dijo riendo-. ¿Para qué quieres tú todo el paquete? ¿No es mejor que los reparta entre otros niños?
-Tú tienes más.
-No tengo más -y era cierto.
-Pero yo los voy a repartir con mis amiguitos.
Eso también era cierto, lo sabía: de lo que sacaran, los de su alrededor se beneficiaban. La solidaridad era algo cotidiano en Cuba, tanto como partir el chicle o regalar la mitad del champú bueno que se había dejado la turista en casa.
Le dio el paquete de chicles a la pequeña, recordándole que era para todos. La niña se quedó a su lado.
-¿No tienes un bolígrafo?
-Pues no.
-¿Y un poquito de jabón?
-No llevo jabón en el bolso, lo siento.
-¿Y un dolarcito? ¿Me das un dolarcito?
Aquello le pareció demasiado. Le hubiera dicho que no estaba bien pedir dinero, que era mendigar, le hubiera dicho mil cosas que pensaba y siempre había pensado en cuanto a los niños y las situaciones de pobreza desde su casa de Madrid. Pero no lo hizo.
-No llevo nada, de verdad, lo siento.
Se acordó de la guía y su advertencia de no dar cosas por la calle, de no promover la mendicidad. Y de repente le vino a la cabeza la imagen de uno de esos carteles de Zoo: No dar de comer a los animales. Como decir: “mira, disfruta con el espectáculo, con lo que puedes aprender, pero no intervengas en sus vidas, deja que todo siga su curso”. Y sonrió con la comparación, que le pareció cruel y cierta. Cuba era una especie de zoo y los turistas eran domingueros aburridos en busca de nuevas experiencias que no mancharan y con la seguridad de que, cuando aquello no les gustara, siempre podían volver a casa.
En ese momento, ella quería llegar a su casa, no a la de alquiler, sino a la de España, o a la de Irlanda. Quería dejar de emborracharse estúpidamente todas las noches, quería estar en su hábitat y no tener que cuestionarse todo lo que veía. Quería darse una ducha y ponerse un tampón.
No quería pensar.
En ese momento le empezó a doler la barriga. “¡Mierda!”, dijo en voz alta, mientras se apretaba con fuerza el vientre. No tenía pastillas porque las había regalado todas antes de llegar a Baracoa. Y quiso llorar como una estúpida, llorar como lloran los niños cuando están cansados, sólo para que les mimen un poco y se hagan cargo de ellos. Porque le dolía la cabeza, tenía sueño y hambre y quería su cama; porque la barriga le iba a reventar y sólo le apetecía acurrucarse bajo una manta; porque quería volver a cualquier lugar en el que seguir siendo una más y pasar desapercibida, en el que poder ser frívola y tener resacas con Gelocatil.
Porque estaba completamente manchada.
Una niña se acercó a ella.
-¡Óyeme! ¿Tienes un chicle?
La miró aún perdida en su resaca y en el frío de Múnich.
-¿Cómo? Ah, un chicle... Creo que sí, déjame mirar –rebuscó en el bolso, con ganas de seguir su camino. Encontró el paquete, el último de los que se había llevado a la isla. Sacó uno–. Toma, un chicle. ¿Te gustan de menta?
-Sí –lo cogió y cerró el puño–. ¿Me das otro?
Se lo dio y la niña salió corriendo.
Un minuto más tarde notó un nuevo tirón en el brazo.
-¡Óyeme! ¿Me das otro?
Unos metros más abajo otra niña miraba la escena mientras desenvolvía uno de los chicles anteriores. Le dio lo que pedía.
-¡Dame todo el paquete! –soltó al fin.
Diana se rio un tanto confundida. De repente se vio como una máquina expendedora de chicles, como le debía de ver la niña.
-¡Tú eres una descarada! -le dijo riendo-. ¿Para qué quieres tú todo el paquete? ¿No es mejor que los reparta entre otros niños?
-Tú tienes más.
-No tengo más -y era cierto.
-Pero yo los voy a repartir con mis amiguitos.
Eso también era cierto, lo sabía: de lo que sacaran, los de su alrededor se beneficiaban. La solidaridad era algo cotidiano en Cuba, tanto como partir el chicle o regalar la mitad del champú bueno que se había dejado la turista en casa.
Le dio el paquete de chicles a la pequeña, recordándole que era para todos. La niña se quedó a su lado.
-¿No tienes un bolígrafo?
-Pues no.
-¿Y un poquito de jabón?
-No llevo jabón en el bolso, lo siento.
-¿Y un dolarcito? ¿Me das un dolarcito?
Aquello le pareció demasiado. Le hubiera dicho que no estaba bien pedir dinero, que era mendigar, le hubiera dicho mil cosas que pensaba y siempre había pensado en cuanto a los niños y las situaciones de pobreza desde su casa de Madrid. Pero no lo hizo.
-No llevo nada, de verdad, lo siento.
Se acordó de la guía y su advertencia de no dar cosas por la calle, de no promover la mendicidad. Y de repente le vino a la cabeza la imagen de uno de esos carteles de Zoo: No dar de comer a los animales. Como decir: “mira, disfruta con el espectáculo, con lo que puedes aprender, pero no intervengas en sus vidas, deja que todo siga su curso”. Y sonrió con la comparación, que le pareció cruel y cierta. Cuba era una especie de zoo y los turistas eran domingueros aburridos en busca de nuevas experiencias que no mancharan y con la seguridad de que, cuando aquello no les gustara, siempre podían volver a casa.
En ese momento, ella quería llegar a su casa, no a la de alquiler, sino a la de España, o a la de Irlanda. Quería dejar de emborracharse estúpidamente todas las noches, quería estar en su hábitat y no tener que cuestionarse todo lo que veía. Quería darse una ducha y ponerse un tampón.
No quería pensar.
En ese momento le empezó a doler la barriga. “¡Mierda!”, dijo en voz alta, mientras se apretaba con fuerza el vientre. No tenía pastillas porque las había regalado todas antes de llegar a Baracoa. Y quiso llorar como una estúpida, llorar como lloran los niños cuando están cansados, sólo para que les mimen un poco y se hagan cargo de ellos. Porque le dolía la cabeza, tenía sueño y hambre y quería su cama; porque la barriga le iba a reventar y sólo le apetecía acurrucarse bajo una manta; porque quería volver a cualquier lugar en el que seguir siendo una más y pasar desapercibida, en el que poder ser frívola y tener resacas con Gelocatil.
Porque estaba completamente manchada.
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