Los primeros en llegar fueron Yoandri y Bianca, él preocupado y ella perdida, sin saber si estaban allí por el delito de estar juntos, por el incendio o por haberle puesto la zancadilla al policía. Roberto no tardó en señalar a Bianca como la chica que se había interpuesto entre él y el muchacho al que intentó detener, el que llevaba un sobre con dinero. Eran cuatro los policías que estaban allí y todos pensaron enseguida en una posible conexión entre la droga y el incendio. Aquella noche, definitivamente, estaba siendo movida. Las cosas se complicaban según iban pasando las horas.
Un tema de tráfico de drogas en el que intervinieran cubanos y extranjeros se había dado alguna vez, pero aquello tenía pinta de ser grande, de incluir a más personas de las que habían pensado en un principio. Ya estaban todos los policías avisados, muchos habían retomado el turno para ayudar a sus compañeros en la búsqueda de los distintos sospechosos: unos habían ido al Puntón, otros a por viejos conocidos y otros muchos a rastrear la zona donde Roberto había perdido a Eddy, mientras el teniente Varela coordinaba todas aquellas acciones sin separarse de un cuaderno en el que tomaba notas constantemente, intentando relacionar todo lo que iba pasando.
Empezaron a interrogar a la pareja por separado, cada uno en una de las habitaciones del cuartel. Les preguntaron de qué se conocían, sobre el incendio, quién podía haber quemado la casa, que si sabían algo del paquete de droga que había llegado esa tarde a Baracoa, que de qué conocían a Eddy.
Ambos contestaron como pudieron a las preguntas, perplejos ante el cariz que estaba tomando la historia. Resultaba que ahí lo de menos era que ellos estuviesen juntos, o que Yoandri hubiera comprado una casa de forma ilegal. Los dos dijeron que se habían conocido en Baracoa de la mano de un amigo alemán, “¿Qué amigo alemán?”, que ya se había marchado, “¿Cuándo?”, justo esa tarde, “Ya”. Del resto, negaron todo, incluso conocer a Eddy. Entonces, ¿por qué le había puesto Bianca la zancadilla a Roberto? Había sido un accidente, luego, el policía se había ido tan rápido que no le había dado ni tiempo a pedirle perdón. Varela entró en la habitación. Quizás la muchacha se había confundido y creía que Roberto era un delincuente, al no verlo con uniforme. Bianca no cayó en la trampa y contestó que recordaba perfectamente que él iba con uniforme, había sido un simple accidente.
Claro.
Entonces llegaron Bárbara y Yuri, de la mano de otra cuadrilla de agentes, con el pelo aún mojado, asustados y cabreados ante aquella detención, rezando para que realmente no fuera más que cosa del un momento.
-¿Han terminado ya con los cuarticos? -preguntó uno de los policías recién llegados.
Sacaron a Yoandri y a Bianca de las habitaciones con la promesa de seguir más tarde. En la sala de espera del cuartel se encontraron con los recién llegados.
-¿Vosotros también?-inquirió la italiana sorprendida, mientras Yoandri se limitaba a saludar sin demasiado entusiasmo.
-¿Por qué estáis aquí?-preguntó Bárbara.
-Ya está bien. No pueden hablar –les regaño uno de los policías-. Ustedes dos van a venir con nosotros un momentico que les tenemos que hacer algunas preguntas.
Y empezó de nuevo el interrogatorio: de qué se conocían, de qué conocían a Yoandri y a Bianca, qué hacían en el Puntón, qué sabían sobre la droga, si conocían a Eddy o a Helen. Ellos se habían conocido en el Rumbos, a través de unos amigos, uno belga y el otro alemán, que ya se habían ido, uno hacía unos días y el otro esa misma tarde. A Eddy lo conocían los dos, pero no sabían nada de ninguna droga, por supuesto, ni de ningún incendio en casa de Yoandri, ¿qué había pasado?, “eso es lo que intentamos averiguar, pero ustedes no nos ayudan demasiado”.
Roberto entró en la sala donde estaba Bárbara y le dijo algo al oído al teniente. Luego se sentó al lado de él.
-Mi policía asegura que usted estaba en el paseo esta tarde y que allí se encontró con Eddy, al que entregó un sobre con dinero. ¿Qué tiene que decir a eso?
-Puede que sea cierto.
-¿Puede? ¿Es cierto o no es cierto?
-Sí, es cierto. Era dinero para una fiesta que habíamos organizado para esta noche, para que consiguiera un cerdo asado y algo de ron. ¿Es un delito organizar fiestas?
-Ya. ¿Y no puede ser que ese dinero fuera a cambio de la droga que había encontrado esa tarde?
-¡No! ¿De qué me está acusando?
-Yo no le estoy acusando de nada…
-No sé de qué va todo esto, pero no me gusta y no pienso seguir hablando a menos que se me traiga un abogado.
-¡Ay! Nos salió fina la muchacha. ¿Qué tiene que esconder? Si yo sólo le estoy haciendo unas pregunticas.
-Pues no pienso responder a ninguna de sus pregunticas, así que ustedes verán.
En la habitación de al lado, uno de los policías manoseaba un papel con algo escrito. Lo había sacado de un bolsillo de Yuri.
-¿Y esto qué significa?
-Es una dirección y un teléfono.
-¿Y de quién es esta dirección?
-Es de un amigo alemán, que se fue para La Habana y me lo dio para que se lo diera a una chica.
-¿Qué chica?
-Una chica española con la que chinga. Ellos son extranjeros, no hacen nada prohibido.
-Eso ya lo veremos. Vender droga está prohibido.
-Ellos no venden droga.
-Ya. Ni sus amigos, ni usted, ni la muchacha con la que estaba en la playa. Aquí nadie hace nada ilegal, sin embargo, sólo con lo que tenemos ya, podríamos mandarle un buen tiempito a prisión. ¿Lo sabe?
-¿Y qué es lo que tienen?
-Acoso al turismo, ya sabes.
-Yo no he acosado a nadie.
-¿Entonces ella quién es? ¿Tu novia? ¿Es tu prometida? ¿Es eso lo que va a decir si le preguntamos?
-No es mi prometida porque ella no quiere, pero yo estoy enamorado, ya que están tan interesados en nuestra historia.
-¿Está enamorado? Esas cosas se las dices a ella, yo no me lo creo. Son muchos años trabajando en esto y conozco muy bien a los de tu clase. Tú le das candela y ella te paga los rones, le dices que la quieres y que quieres casarte con ella y, óyeme, a lo mejor hay suerte y te saca de acá. ¿No es eso?
-No voy a entrar en esas provocaciones, no soy bobo.
-Ya sé que no eres bobo. Todos ustedes son muy listos, eso es lo que se creen, y que los bobos somos nosotros -se acercó al mulato-. Vamos a encontrar esa droga y vamos a encerrar a quien haga falta, sea de España, Italia, Alemania o Japón. Por el momento voy a tomar nota de esta dirección y este teléfono. ¿Cómo dices que se llama tu amigo el alemán?
-No lo sé.
-¿Y la española?
-Tampoco.
-Y eso que son tus amigos. ¿Y la otra española? ¿La que te chingas? ¿Tampoco sabes el nombre de la mujer de la que estás enamorado?
Mientras tanto, Alejandra entró en el hall de la comisaría a una velocidad para la que su inmenso culo no estaba diseñado, con su paso decidido y urgente, directa a la oficina. Poco tiempo después, salió uno de los policías de esa misma oficina, cruzó la sala de espera , entró en el cuartito en el que interrogaban a Bárbara y se acercó hasta Roberto para decirle algo al oído.
-¡Pinga! -exclamó–. Esto parece la ONU, chico. ¿Tenemos la dirección?
-Sí, nos la dio también.
-Pues alguien tiene que ir a buscarlo. Yo ahora estoy ocupado.
-Ok. Yo me encargo. Tú sigue con las preguntas.
Roberto se dirigió a Bárbara.
-¿Viste? Dijo: “Sigue con las preguntas”. Esto no son más que unas pregunticas.
-Quiero llamar a mi padre -fue la respuesta de la española.
-Adelante, llámale. A mí también me gustaría hablar con él. Apúrate. El teléfono está en la oficina del hall. Te acompaño.
Roberto y Bárbara estaban en la oficina de la que segundos antes se había marchado Alejandra, con tanta prisa como había entrado; en la sala de espera, Yoandri y Bianca todavía confusos, él más atemorizado que ella y ella más cabreada que él; en la segunda sala de interrogatorios, Yuri seguía peleando con su orgullo para no entrar a las provocaciones de su interlocutor, mientras por la puerta apareció otra cuadrilla de policías con dos nuevos.
Eran Omar y Diana.
-¡Pinga! ¡Dos más! ¿Quiénes son éstos? –exclamó Roberto al verlos llegar.
-Él es Omar Rivera Salazar, un viejo amigo, ya estuvo en la cárcel por asuntos de drogas, y ella dice llamarse Diana, pero no tiene documentación. Comprobémoslo.
-¿Ella de dónde es?
-Española. ¿Están libres los cuartitos?
-Uno sí. En el otro hay un muchacho, pero no sé cuánto tiempo le queda.
-Me los llevo para el que está libre.
-Ok. Necesito la dirección en la que se está alojando la chica. Tengo que comprobar todas las casas de los extranjeros.
-¿Cuántos hay?
-Por el momento tenemos dos españolas, una italiana, un canadiense que no está acá, pero que llegará en un ratico, y un alemán camino de la Habana, supuestamente.
-¡Un alemán! –dijo el otro policía-. Esto es más gordo de lo que pensábamos.
¿Qué hacían Bianca y Yoandri también allí? Diana no entendía nada. ¿Más gordo de lo que pensaban? ¿Qué pensaban? ¿Tanto follón por unos rones y un poco de sexo? El mulato, a su lado, caminaba sombrío y silencioso, con los labios, antes sensuales, apretados, y la mirada clavada en el suelo, un poco por delante de sus pasos. Ella ni siquiera se atrevió a romper su silencio. Ambos estaban allí, aparentemente en las mismas condiciones, pero sabían que no lo compartían todo, menos aún el miedo. El miedo de Omar era real. Estaba cagado, sudaba frío, temía no volver a la calle en mucho tiempo, revivir el infierno de la celda y el encierro. El de ella era extraño y nuevo, cierto pero irreal, como todo aquello, con una confianza rara en sus derechos aunque no estuviera en su país. Tal vez porque era Cuba y no México o Guatemala, porque en Cuba existían las normas, demasiadas, pero normas al fin y al cabo.
Eran miedos diferentes y el de Omar estaba a punto de hacerle llorar.
Los separaron y los metieron a cada uno en una habitación.
A Diana el interrogatorio se le hizo eterno y le acabó de confundir. Le preguntaron sobre una droga, sobre Eddy y Helen, sobre Bianca, sobre Yoandri, sobre Bárbara, sobre Yuri, incluso sobre John. Y ella contestó con sinceridad, convencida de que era lo mejor, puesto que no tenía nada que esconder. En cuanto salió Thomas en la conversación, todas las preguntas se centraron en él.
-¿Qué relación tiene con ese chico?
-Somos amigos.
-¿Se conocían de antes?
-No, lo conocí aquí, como al resto. Menos a Bianca, que venía conmigo.
-¿Y dónde está ahora ese Thomas?
-Se fue a La Habana.
-¿Hoy?
-Sí, esta tarde.
-¿Y se llevó la droga con él?
-¿Qué droga? Yo no sé nada de ninguna droga, ya se lo he dicho. No sé nada de eso.
-Uno de nuestros agentes asegura haberla visto en el paseo esta tarde hablando con Eddy.
-Así es. ¿Es un delito saludar a quien conoces?
-Saludar no es delito. Lo que es delito es darle dinero a alguien para según qué cosas.
-Yo no le he dado dinero a nadie.
-Su amiga le dio un sobre con dinero a uno de los fugitivos.
-Era dinero para una fiesta…
-Eso es lo que dice la amiga -intervino el otro policía, que hasta entonces se había limitado a mirar.
-Veo que se lo tienen bien aprendido. Entonces, si no estaban haciendo nada malo, ¿por qué el chico salió a correr en cuantico le paró mi compañero? ¿Y por qué su amiga le puso la zancadilla al policía?
-Yo qué sé. Hay muchas cosas que no comprendo de Cuba. Pregúntele a Eddy cuando lo vea.
-Eso es lo que quiero, pero no sé dónde está. ¿Tú lo sabes?
-¡Yo qué voy a saber! Yo, lo único que sé es que estaba tranquilamente pasando la noche con un amigo y ahora estoy encerrada. No creo que esto sea muy legal…
-Ya, chica, no te pongas brava porque no es para tanto. Aquí hay un asunto de drogas y a nosotros no nos la juega un grupo de yumas convencidos de que la ley no está hecha para ellos.
-¡Yo no sé nada de ninguna droga! ¡Estoy de vacaciones, joder!
-Ya. Tranquila, muchacha. Si tú no sabes nada, si no hiciste nada, no te va pasará nada. ¿Quién te crees que somos? No andamos condenando sin pruebas.
Se escuchó un jaleo enorme en la entrada del cuartel. Alguien gritaba medio en español medio en inglés y todos los policías acudieron a ver qué pasaba. También Diana se asomó a la puerta, pero no acertó a distinguir nada bajo la masa de uniformes que había inundado aquella comisaría sobrepasada por los acontecimientos.
Cuando el tumulto se calmó puedo ver a John, rojo de enfado y evidentemente ebrio, esposado y custodiado por cuatro guardas que lo mantenían inmóvil.
-¡El viejo tiene fuerza, chico! -exclamó Roberto excitado ante todo lo que estaba pasando.
-Ok, el cuartel está demasiado lleno, traigan a los chicos, a todos, y los reunimos en el hall. Que no hablen entre ellos, ¿me oyeron? –ordenó el teniente Varela, mirando amenazante tanto a sus hombres como a los detenidos-. Y a éste -dijo refiriéndose al canadiense-, métanlo en una de las habitaciones a ver si podemos sacarle algo, ¿ok?
Allí estaban: Yoandri y Bianca, Bárbara y Yuri y Omar y Diana, los seis sentados como podían entre las sillas que había y el suelo, rodeados de un montón policías que les custodiaban con aire serio, de asunto importante, mientras el teniente entraba a la habitación en la que estaba el canadiense, al que se oía gritar de vez en cuando, y salía con prisa para entrar en el despacho con la misma prisa.
Entonces llegó Manuel, el padre amantísimo de Bárbara, con cara de sueño y preocupación, seguido de otro grupo de policías, algunos de paisano. Se lanzó corriendo a su hija para asegurarse de que estaba bien.
-¡No se acerque! -le ordenó un policía de paisano.
-Está bien –intervino otro–. Es el padre de la muchacha. Déjale que hable con ella.
-Puede hablar, pero no acercarse. ¿Ok? -en ese momento, Varela volvió a salir del cuarto-. Teniente, tengo que hablar con usted.
-Ahora, muchacho, sólo un segundito con el borracho pirómano.
Manuel acarició a Bárbara, a pesar de las instrucciones.
-Hija, ¿cómo estás?
-Bien, papá. Esto no es más que un malentendido. Todavía ni sé lo que pasa, pero no me gusta lo que dicen. Hablan de drogas y no sé qué más e insinúan que tengo algo que ver con eso.
-¿Drogas? ¿Qué drogas, Bárbara? ¿No habrás hecho ninguna tontería?
-¡Joder, papá! ¡Que no! ¡Que yo no he hecho absolutamente nada! Pero me tienen aquí encerrada, eso es lo que me jode.
-Nos tienen a todos encerrados por lo mismo -intervino Diana.
A lo que se sumaron el resto de las voces desordenadas, pisándose unas versiones a otras. El teniente Varela salió escupido del cuartucho.
-¿Qué carajo es esto? ¿Un motín?
-No han hecho nada -respondió Manuel–. Sólo me estaban contando qué ha pasado. ¿De qué se les acusa, si se puede saber?
-No se les acusa de nada, aún.
-Entonces, si no se les acusa de nada, pueden salir de aquí.
-¿Es usted su abogado?
-No, soy sólo el padre de una de ellos. Pero no hace falta ser abogado para saber ciertas cosas.
-Ya. Pero éste no es su país, igual aquí las cosas funcionan de otra manera. Esta gente es sospechosa de tráfico de drogas y no se moverá de acá porque existe alto riesgo de fuga.
-Entonces no me quedará más remedio que llamar a la embajada de España.
-Llame. Es una buena hora para hacerlo.
Eran casi las cuatro de la mañana.
-¿Puedo hablar con usted ya? –preguntó el policía de paisano al teniente-. Es urgente.
-¿Qué quiere? -respondió Varela, dando por zanjado el asunto de Manuel y la embajada.
-Tengo la información de las casas donde se hospedan los extranjeros.
-Sí, ¿y? ¿Algo interesante?
-Aquélla –señaló a Bárbara-, dormía en una habitación doble con su padre, y las otras dos compartían cuarto en una casa de alquiler, pero, según la arrendataria, muchas noches no dormían allá. Una andaba con un alemán, Thomas Keppler, y la otra con un cubano, adivine quién: el famoso Eddy…
-¿Y el alemán?
-El alemán se alojaba donde doña Susana Garcés. Ella nos dijo que él tenía pagada esta noche también, pero que, de forma sorpresiva, en la mañana, cogió sus cosas apurado y se fue para La Habana sin más explicación.
-¿Tenía ya pagada la noche?
-Sí. Dice la señora que siempre dormía allí con la española.
-A lo mejor ella nos puede explicar esto….
Diana no abrió la boca.
-¿Me la llevo para el cuartico?
-Déjalo, ya da igual, me puede contestar aquí mismo. ¿Qué pasó con el alemán que le dio tremenda prisa por partir a la capital?
-Discutimos esta mañana y él se fue.
-¿Y por qué discutieron?
-Cosas nuestras, privadas, no creo que le interesen a nadie.
-Pues a mí sí me interesan, me interesan mucho mucho.
Silencio
-¿Entonces?
-Entonces nada. Discutimos por cosas nuestras, cosas de pareja, problemas de comunicación.
-¿Ustedes son pareja? ¿Él es su novio?
-No es mi novio, pero teníamos algo.
-Algo serio, por lo que veo. Tan serio que la misma noche de su marcha estaba en la cama con otro.
-¡Perro! –murmuró Omar.
-Cuidado, mulato. Cuidado que ya nos conocemos y sabes cómo pueden acabar estas cosas si no colaboras. El caso –volvió a mirar a Diana-, es que yo no me creo nada de eso, nada de lo que me han contado ustedes hasta ahora. Lo siento. Lo han intentado, con eso de la fiesta y el dinero y todo lo demás, pero yo no soy bobo. ¿Ok? Lo que yo creo es que el alemán tiene la droga. ¿Dónde está él?
-No lo sé –contestó la española-. Camino de La Habana, supongo..
-Yo –interrumpió uno de los uniformados- tengo esta dirección y este teléfono –le enseñó un papel–. Los copié de un papel que llevaba él en el bolsillo –y señaló a Yuri.
-¿Y esto? –preguntó Varela al mulato.
-Él me lo dio para que se lo entregara a la española –se justificó el chico mientras miraba a Diana con expresión resignada–. Le vi cuando iba camino a la estación y le acompañé. Me dio esto para ti y me dijo que cuidara de ti.
Diana no supo qué decir. En ese momento todo sobraba, hasta ella misma sobraba en esa escena. Algo había salido mal en aquellas vacaciones, en su viaje de huida, y quería huir de nuevo, meterse en cualquier agujero de su cuerpo y acurrucarse en la oscuridad mientras todo pasaba. No quería estar allí, ni haber estado con Omar, ni haberse despertado al lado de Thomas con sus brazos rodeándole y acotando su desmemoria. Quería bailar salsa y beber agua de coco bajo una palmera, sobre la arena. Quería ron. Un poco de ron le hubiera venido muy bien para diluir la madrugada y ayudar a que se hiciera de día más rápido. ¿Por qué no amanecía según las necesidades?
-A ver. Usted, Roberto, llame a los compañeros de La Habana y les cuenta lo que está pasando. Que avisen de que el tipo éste va en el Viazul y que lo agarren en cuanto tengan oportunidad. Se puede escapar en cualquier momento. Y que busquen las drogas que tiene que tener. Y ustedes… -dijo girándose hacia el grupo detenido- Ustedes ya me pueden decir la verdad. Está todo perdido. A este chico lo vamos a encontrar rápido. Esto es una isla, nadie se escapa.
Silencio.
-¿Saben? Si colaboran, podemos llegar a un acuerdo, conseguir algunos beneficios, algunos premios por ser buenos chicos. ¿Quién quiere empezar?
Más silencio.
-Veamos. Hagamos una reconstrucción de lo ocurrido entre todos. Tenemos varios testigos: por un lado, un hombre vio a los dos desaparecidos y a un yuma recogiendo un paquete de droga en la playa; por otro, tenemos el testimonio de un policía, y no olviden que es policía, que vio a los dos cubanos del paquete, los desaparecidos, reunirse con usted –señaló a Bárbara- y recibir un sobre con dinero, mientras las otras dos esperaban a unos metros. Después, ustedes dos –señaló a Bianca y a Diana-, hablaron con Eddy. Cuando nuestro compañero se disponía a parar al chico y preguntarle por el sobre, él comenzó a correr como si hubiera visto al diablo, ¿corre alguien así cuando no hizo nada malo? Además, la italiana puso la pierna al policía para que no pudiera seguir a Eddy, con el cual, según nos cuenta su casera, se estuvo viendo con regularidad. Mientras tanto, casualmente, el alemán, tercero en la escena del paquete de la droga, abandona Baracoa, camino de La Habana, con prisa, dejando pagada una noche de alquiler y un teléfono en un papel. ¿Qué es todo esto? Y después, ¡una casa empieza a arder! Y resulta que la casa pertenece a este hombre –señala a Yoandri-, pero él no está. ¿Dónde está? Está escondido. ¿Con quién? Con ella –señala a Bianca-, con la compinche del desaparecido. Esto huele, chicos, y huele muy mal. A mí me parece que no calcularon bien los movimientos y que no todos están contentos con su parte del pastel. Eso explica lo que hizo el viejo gringo –miró a Yoandri-. ¿Por qué quemó su amigo su casa?
-¿Ése hijoputa fue el que quemó mi casa? –saltó Yoandri-. ¿Cómo es eso? No puede ser.
-Créame, muchacho. El “hijoputa”, como tú lo llamas, o el canadiense, olvidó recoger el bote de petróleo con el que prendió fuego a la casa y una mujer, que lo conocía a él y al bote, lo denunció. ¿Cuántos botes de Petrocanadá crees que hay en Baracoa? Tendremos que esperar a que pase la borrachera para que nos cuente su versión. Igual él les delata a todos, si no se deciden a hablar antes. Parece que su amistad se rompió por algo, ¿por la droga tal vez? ¿No le dieron la parte que le correspondía? Así que el mulato decidió esconderse y dejar los problemas para otros, como su familia. Podía haber muerto alguien…
-No me creo que John haya prendido mi casa.
-Esto es ridículo –protestó Diana.
-Casualmente, usted estaba con Omar, un viejo conocido que ya ha sido condenado por consumir drogas. Créame que no esperábamos encontrarla allí, íbamos a preguntarle a él por su amigo, pero es que ustedes nos lo pusieron más fácil de lo que creíamos. ¿Qué es lo que se traía con el alemán, que andaban todo el día juntos? ¿Preparaban algo?
-Ya sabe lo que tenía con el alemán.
-¿Y con Omar?
-¿Es un delito estar con dos hombres?
-Depende. Es un delito si pagas por ello, por ejemplo.
-No estoy tan desesperada.
-Bueno. Se puede pagar de muchas maneras. El ron, por si no lo saben, es la manera más común. ¿O no pagaban ustedes el ron?
-Eso no le importa.
-Ya. ¿Van a decirme la verdad de una vez?
-Yo me quiero poner en contacto con la embajada española -intervino Manuel.
-Yo con la italiana –dijo Bianca.
-Adelante. Pueden usar el teléfono.
Manuel se levantó y Bianca quiso ir detrás, pero el teniente le mandó volver a su sitio y esperar a que terminara el primero. Diana rallaba el suelo con la uña del pulgar subrayando su sentimiento de impotencia. A su lado, Omar parecía estar en cualquier otro lugar, sin sonreír ni hacer más gesto que mirar de vez en cuando a Varela con todo el desprecio que le quedaba tras años de despreciar a los policías, la boca contraída y las manos rodeando sus piernas semiflexionadas. A su lado estaba Yoandri, nervioso y enfadado, humillado y harto. Bárbara se levantaba de vez en cuando y musitaba frases sobre sus derechos, sin atreverse a levantar del todo la voz. Estaba acostumbrada a tratar con policía. En España tenía más de un expediente abierto por participar en ocupaciones, pero con aquellos polis implacables, con todos ellos, no sabía cómo hacerlo. Lo único de lo que los extranjeros detenidos estaban seguros era de que no habían hecho nada y no les podían encerrar por hacer nada. ¿O sí?
Yoandri se levantó.
-Miren: yo no he hecho nada, no sé absolutamente nada de ninguna droga, y tengo una familia a la que ayudar porque algún loco, que no me creo que sea John, acaba de quemarles la casa. Así que me voy de aquí. Ya estoy harto de todo esto y de que me traten como a un delincuente.
-Usted no se va a ninguna parte -le espetó Varela.
-No me pueden tener aquí sin haber hecho nada.
-Usted es sospechoso de traficar con droga.
-Ya se lo he dicho, no sé nada de ninguna droga. Y no entiendo su lógica, teniente. Me voy.
-Está bien -dijo Varela-. No tiene nada que ver con la droga. Pero está acusado de comprar ilegalmente una vivienda y de andar acosando a los turistas.
-Es usted un malnacido.
-Sin insultar, muchacho. Eso es una falta grave, recuerde que soy la autoridad. De aquí no sale nadie, ¿ok? Samuel, cierre la puerta -ordenó a uno de sus esbirros.
-Pero esto qué es, ¿un secuestro? -estalló Bárbara.
-Mire, joven, está acusada de tráfico de drogas, todos lo están. Que no les gusta lo de las drogas, no se preocupen, puedo buscar otras acusaciones para pasar el rato, hasta que aclaremos el asunto que a mí me interesa. Esto es más sencillo si colaboran...
-¡Pero es que no podemos colaborar porque no tenemos nada que ver con eso! -respondió la española.
-Miren, pongamos que ustedes no tienen nada que ver. Que todo son casualidades, aunque yo no creo en la casualidad, y que han tenido mala suerte y los únicos culpables son justo los que no están aquí: Eddy, Helen y el alemán.
-Thomas no tiene nada que ver –intervino Diana.
-¿Thomas? Entonces, ¿los otros dos sí?
-Yo no tengo ni idea de lo que hacen los otros dos, pero sí sé lo que hace Thomas y por qué se ha ido a La Habana.
-¿Estás segura? -Intervino Roberto- No es buen muchacho ese Thomas. Cuando viene por acá anda siempre borracho, se droga y se va con mujeres. Aquí todo el mundo lo conoce.
-No tiene nada que ver -insistió Diana.
-De todas formas, lo que yo trataba de decirles -continuó Varela- es que, si me dan un lugar donde encontrar a los dos desaparecidos, podremos aclarar todo. Eso sería muy bueno para nosotros. Sólo queremos resolver este asunto. No somos monstruos ni nos gusta tener a gente encerrada, pero es nuestro deber velar porque se cumplan las leyes, por mantener limpia la isla de cualquier suciedad. Por eso les pido su colaboración. Díganme sólo dónde puedo encontrar a sus amigos y seremos buenos con ustedes.
-¿Y si no tenemos ni puta idea de dónde están? -Preguntó Bárbara.
-En ese caso, tendrán que seguir aquí hasta que lleguemos a alguna conclusión. Esto va para largo, muchachos -le dijo al resto de policías-. Sírvanse café y repartamos tareas, todos aquí no somos útiles... Roberto, organice un grupo para ir a buscar al chico, a Eddy, donde le vio la última vez. El resto, tenemos que recorrer Baracoa. Esos muchachos tienen que aparecer.
Un tema de tráfico de drogas en el que intervinieran cubanos y extranjeros se había dado alguna vez, pero aquello tenía pinta de ser grande, de incluir a más personas de las que habían pensado en un principio. Ya estaban todos los policías avisados, muchos habían retomado el turno para ayudar a sus compañeros en la búsqueda de los distintos sospechosos: unos habían ido al Puntón, otros a por viejos conocidos y otros muchos a rastrear la zona donde Roberto había perdido a Eddy, mientras el teniente Varela coordinaba todas aquellas acciones sin separarse de un cuaderno en el que tomaba notas constantemente, intentando relacionar todo lo que iba pasando.
Empezaron a interrogar a la pareja por separado, cada uno en una de las habitaciones del cuartel. Les preguntaron de qué se conocían, sobre el incendio, quién podía haber quemado la casa, que si sabían algo del paquete de droga que había llegado esa tarde a Baracoa, que de qué conocían a Eddy.
Ambos contestaron como pudieron a las preguntas, perplejos ante el cariz que estaba tomando la historia. Resultaba que ahí lo de menos era que ellos estuviesen juntos, o que Yoandri hubiera comprado una casa de forma ilegal. Los dos dijeron que se habían conocido en Baracoa de la mano de un amigo alemán, “¿Qué amigo alemán?”, que ya se había marchado, “¿Cuándo?”, justo esa tarde, “Ya”. Del resto, negaron todo, incluso conocer a Eddy. Entonces, ¿por qué le había puesto Bianca la zancadilla a Roberto? Había sido un accidente, luego, el policía se había ido tan rápido que no le había dado ni tiempo a pedirle perdón. Varela entró en la habitación. Quizás la muchacha se había confundido y creía que Roberto era un delincuente, al no verlo con uniforme. Bianca no cayó en la trampa y contestó que recordaba perfectamente que él iba con uniforme, había sido un simple accidente.
Claro.
Entonces llegaron Bárbara y Yuri, de la mano de otra cuadrilla de agentes, con el pelo aún mojado, asustados y cabreados ante aquella detención, rezando para que realmente no fuera más que cosa del un momento.
-¿Han terminado ya con los cuarticos? -preguntó uno de los policías recién llegados.
Sacaron a Yoandri y a Bianca de las habitaciones con la promesa de seguir más tarde. En la sala de espera del cuartel se encontraron con los recién llegados.
-¿Vosotros también?-inquirió la italiana sorprendida, mientras Yoandri se limitaba a saludar sin demasiado entusiasmo.
-¿Por qué estáis aquí?-preguntó Bárbara.
-Ya está bien. No pueden hablar –les regaño uno de los policías-. Ustedes dos van a venir con nosotros un momentico que les tenemos que hacer algunas preguntas.
Y empezó de nuevo el interrogatorio: de qué se conocían, de qué conocían a Yoandri y a Bianca, qué hacían en el Puntón, qué sabían sobre la droga, si conocían a Eddy o a Helen. Ellos se habían conocido en el Rumbos, a través de unos amigos, uno belga y el otro alemán, que ya se habían ido, uno hacía unos días y el otro esa misma tarde. A Eddy lo conocían los dos, pero no sabían nada de ninguna droga, por supuesto, ni de ningún incendio en casa de Yoandri, ¿qué había pasado?, “eso es lo que intentamos averiguar, pero ustedes no nos ayudan demasiado”.
Roberto entró en la sala donde estaba Bárbara y le dijo algo al oído al teniente. Luego se sentó al lado de él.
-Mi policía asegura que usted estaba en el paseo esta tarde y que allí se encontró con Eddy, al que entregó un sobre con dinero. ¿Qué tiene que decir a eso?
-Puede que sea cierto.
-¿Puede? ¿Es cierto o no es cierto?
-Sí, es cierto. Era dinero para una fiesta que habíamos organizado para esta noche, para que consiguiera un cerdo asado y algo de ron. ¿Es un delito organizar fiestas?
-Ya. ¿Y no puede ser que ese dinero fuera a cambio de la droga que había encontrado esa tarde?
-¡No! ¿De qué me está acusando?
-Yo no le estoy acusando de nada…
-No sé de qué va todo esto, pero no me gusta y no pienso seguir hablando a menos que se me traiga un abogado.
-¡Ay! Nos salió fina la muchacha. ¿Qué tiene que esconder? Si yo sólo le estoy haciendo unas pregunticas.
-Pues no pienso responder a ninguna de sus pregunticas, así que ustedes verán.
En la habitación de al lado, uno de los policías manoseaba un papel con algo escrito. Lo había sacado de un bolsillo de Yuri.
-¿Y esto qué significa?
-Es una dirección y un teléfono.
-¿Y de quién es esta dirección?
-Es de un amigo alemán, que se fue para La Habana y me lo dio para que se lo diera a una chica.
-¿Qué chica?
-Una chica española con la que chinga. Ellos son extranjeros, no hacen nada prohibido.
-Eso ya lo veremos. Vender droga está prohibido.
-Ellos no venden droga.
-Ya. Ni sus amigos, ni usted, ni la muchacha con la que estaba en la playa. Aquí nadie hace nada ilegal, sin embargo, sólo con lo que tenemos ya, podríamos mandarle un buen tiempito a prisión. ¿Lo sabe?
-¿Y qué es lo que tienen?
-Acoso al turismo, ya sabes.
-Yo no he acosado a nadie.
-¿Entonces ella quién es? ¿Tu novia? ¿Es tu prometida? ¿Es eso lo que va a decir si le preguntamos?
-No es mi prometida porque ella no quiere, pero yo estoy enamorado, ya que están tan interesados en nuestra historia.
-¿Está enamorado? Esas cosas se las dices a ella, yo no me lo creo. Son muchos años trabajando en esto y conozco muy bien a los de tu clase. Tú le das candela y ella te paga los rones, le dices que la quieres y que quieres casarte con ella y, óyeme, a lo mejor hay suerte y te saca de acá. ¿No es eso?
-No voy a entrar en esas provocaciones, no soy bobo.
-Ya sé que no eres bobo. Todos ustedes son muy listos, eso es lo que se creen, y que los bobos somos nosotros -se acercó al mulato-. Vamos a encontrar esa droga y vamos a encerrar a quien haga falta, sea de España, Italia, Alemania o Japón. Por el momento voy a tomar nota de esta dirección y este teléfono. ¿Cómo dices que se llama tu amigo el alemán?
-No lo sé.
-¿Y la española?
-Tampoco.
-Y eso que son tus amigos. ¿Y la otra española? ¿La que te chingas? ¿Tampoco sabes el nombre de la mujer de la que estás enamorado?
Mientras tanto, Alejandra entró en el hall de la comisaría a una velocidad para la que su inmenso culo no estaba diseñado, con su paso decidido y urgente, directa a la oficina. Poco tiempo después, salió uno de los policías de esa misma oficina, cruzó la sala de espera , entró en el cuartito en el que interrogaban a Bárbara y se acercó hasta Roberto para decirle algo al oído.
-¡Pinga! -exclamó–. Esto parece la ONU, chico. ¿Tenemos la dirección?
-Sí, nos la dio también.
-Pues alguien tiene que ir a buscarlo. Yo ahora estoy ocupado.
-Ok. Yo me encargo. Tú sigue con las preguntas.
Roberto se dirigió a Bárbara.
-¿Viste? Dijo: “Sigue con las preguntas”. Esto no son más que unas pregunticas.
-Quiero llamar a mi padre -fue la respuesta de la española.
-Adelante, llámale. A mí también me gustaría hablar con él. Apúrate. El teléfono está en la oficina del hall. Te acompaño.
Roberto y Bárbara estaban en la oficina de la que segundos antes se había marchado Alejandra, con tanta prisa como había entrado; en la sala de espera, Yoandri y Bianca todavía confusos, él más atemorizado que ella y ella más cabreada que él; en la segunda sala de interrogatorios, Yuri seguía peleando con su orgullo para no entrar a las provocaciones de su interlocutor, mientras por la puerta apareció otra cuadrilla de policías con dos nuevos.
Eran Omar y Diana.
-¡Pinga! ¡Dos más! ¿Quiénes son éstos? –exclamó Roberto al verlos llegar.
-Él es Omar Rivera Salazar, un viejo amigo, ya estuvo en la cárcel por asuntos de drogas, y ella dice llamarse Diana, pero no tiene documentación. Comprobémoslo.
-¿Ella de dónde es?
-Española. ¿Están libres los cuartitos?
-Uno sí. En el otro hay un muchacho, pero no sé cuánto tiempo le queda.
-Me los llevo para el que está libre.
-Ok. Necesito la dirección en la que se está alojando la chica. Tengo que comprobar todas las casas de los extranjeros.
-¿Cuántos hay?
-Por el momento tenemos dos españolas, una italiana, un canadiense que no está acá, pero que llegará en un ratico, y un alemán camino de la Habana, supuestamente.
-¡Un alemán! –dijo el otro policía-. Esto es más gordo de lo que pensábamos.
¿Qué hacían Bianca y Yoandri también allí? Diana no entendía nada. ¿Más gordo de lo que pensaban? ¿Qué pensaban? ¿Tanto follón por unos rones y un poco de sexo? El mulato, a su lado, caminaba sombrío y silencioso, con los labios, antes sensuales, apretados, y la mirada clavada en el suelo, un poco por delante de sus pasos. Ella ni siquiera se atrevió a romper su silencio. Ambos estaban allí, aparentemente en las mismas condiciones, pero sabían que no lo compartían todo, menos aún el miedo. El miedo de Omar era real. Estaba cagado, sudaba frío, temía no volver a la calle en mucho tiempo, revivir el infierno de la celda y el encierro. El de ella era extraño y nuevo, cierto pero irreal, como todo aquello, con una confianza rara en sus derechos aunque no estuviera en su país. Tal vez porque era Cuba y no México o Guatemala, porque en Cuba existían las normas, demasiadas, pero normas al fin y al cabo.
Eran miedos diferentes y el de Omar estaba a punto de hacerle llorar.
Los separaron y los metieron a cada uno en una habitación.
A Diana el interrogatorio se le hizo eterno y le acabó de confundir. Le preguntaron sobre una droga, sobre Eddy y Helen, sobre Bianca, sobre Yoandri, sobre Bárbara, sobre Yuri, incluso sobre John. Y ella contestó con sinceridad, convencida de que era lo mejor, puesto que no tenía nada que esconder. En cuanto salió Thomas en la conversación, todas las preguntas se centraron en él.
-¿Qué relación tiene con ese chico?
-Somos amigos.
-¿Se conocían de antes?
-No, lo conocí aquí, como al resto. Menos a Bianca, que venía conmigo.
-¿Y dónde está ahora ese Thomas?
-Se fue a La Habana.
-¿Hoy?
-Sí, esta tarde.
-¿Y se llevó la droga con él?
-¿Qué droga? Yo no sé nada de ninguna droga, ya se lo he dicho. No sé nada de eso.
-Uno de nuestros agentes asegura haberla visto en el paseo esta tarde hablando con Eddy.
-Así es. ¿Es un delito saludar a quien conoces?
-Saludar no es delito. Lo que es delito es darle dinero a alguien para según qué cosas.
-Yo no le he dado dinero a nadie.
-Su amiga le dio un sobre con dinero a uno de los fugitivos.
-Era dinero para una fiesta…
-Eso es lo que dice la amiga -intervino el otro policía, que hasta entonces se había limitado a mirar.
-Veo que se lo tienen bien aprendido. Entonces, si no estaban haciendo nada malo, ¿por qué el chico salió a correr en cuantico le paró mi compañero? ¿Y por qué su amiga le puso la zancadilla al policía?
-Yo qué sé. Hay muchas cosas que no comprendo de Cuba. Pregúntele a Eddy cuando lo vea.
-Eso es lo que quiero, pero no sé dónde está. ¿Tú lo sabes?
-¡Yo qué voy a saber! Yo, lo único que sé es que estaba tranquilamente pasando la noche con un amigo y ahora estoy encerrada. No creo que esto sea muy legal…
-Ya, chica, no te pongas brava porque no es para tanto. Aquí hay un asunto de drogas y a nosotros no nos la juega un grupo de yumas convencidos de que la ley no está hecha para ellos.
-¡Yo no sé nada de ninguna droga! ¡Estoy de vacaciones, joder!
-Ya. Tranquila, muchacha. Si tú no sabes nada, si no hiciste nada, no te va pasará nada. ¿Quién te crees que somos? No andamos condenando sin pruebas.
Se escuchó un jaleo enorme en la entrada del cuartel. Alguien gritaba medio en español medio en inglés y todos los policías acudieron a ver qué pasaba. También Diana se asomó a la puerta, pero no acertó a distinguir nada bajo la masa de uniformes que había inundado aquella comisaría sobrepasada por los acontecimientos.
Cuando el tumulto se calmó puedo ver a John, rojo de enfado y evidentemente ebrio, esposado y custodiado por cuatro guardas que lo mantenían inmóvil.
-¡El viejo tiene fuerza, chico! -exclamó Roberto excitado ante todo lo que estaba pasando.
-Ok, el cuartel está demasiado lleno, traigan a los chicos, a todos, y los reunimos en el hall. Que no hablen entre ellos, ¿me oyeron? –ordenó el teniente Varela, mirando amenazante tanto a sus hombres como a los detenidos-. Y a éste -dijo refiriéndose al canadiense-, métanlo en una de las habitaciones a ver si podemos sacarle algo, ¿ok?
Allí estaban: Yoandri y Bianca, Bárbara y Yuri y Omar y Diana, los seis sentados como podían entre las sillas que había y el suelo, rodeados de un montón policías que les custodiaban con aire serio, de asunto importante, mientras el teniente entraba a la habitación en la que estaba el canadiense, al que se oía gritar de vez en cuando, y salía con prisa para entrar en el despacho con la misma prisa.
Entonces llegó Manuel, el padre amantísimo de Bárbara, con cara de sueño y preocupación, seguido de otro grupo de policías, algunos de paisano. Se lanzó corriendo a su hija para asegurarse de que estaba bien.
-¡No se acerque! -le ordenó un policía de paisano.
-Está bien –intervino otro–. Es el padre de la muchacha. Déjale que hable con ella.
-Puede hablar, pero no acercarse. ¿Ok? -en ese momento, Varela volvió a salir del cuarto-. Teniente, tengo que hablar con usted.
-Ahora, muchacho, sólo un segundito con el borracho pirómano.
Manuel acarició a Bárbara, a pesar de las instrucciones.
-Hija, ¿cómo estás?
-Bien, papá. Esto no es más que un malentendido. Todavía ni sé lo que pasa, pero no me gusta lo que dicen. Hablan de drogas y no sé qué más e insinúan que tengo algo que ver con eso.
-¿Drogas? ¿Qué drogas, Bárbara? ¿No habrás hecho ninguna tontería?
-¡Joder, papá! ¡Que no! ¡Que yo no he hecho absolutamente nada! Pero me tienen aquí encerrada, eso es lo que me jode.
-Nos tienen a todos encerrados por lo mismo -intervino Diana.
A lo que se sumaron el resto de las voces desordenadas, pisándose unas versiones a otras. El teniente Varela salió escupido del cuartucho.
-¿Qué carajo es esto? ¿Un motín?
-No han hecho nada -respondió Manuel–. Sólo me estaban contando qué ha pasado. ¿De qué se les acusa, si se puede saber?
-No se les acusa de nada, aún.
-Entonces, si no se les acusa de nada, pueden salir de aquí.
-¿Es usted su abogado?
-No, soy sólo el padre de una de ellos. Pero no hace falta ser abogado para saber ciertas cosas.
-Ya. Pero éste no es su país, igual aquí las cosas funcionan de otra manera. Esta gente es sospechosa de tráfico de drogas y no se moverá de acá porque existe alto riesgo de fuga.
-Entonces no me quedará más remedio que llamar a la embajada de España.
-Llame. Es una buena hora para hacerlo.
Eran casi las cuatro de la mañana.
-¿Puedo hablar con usted ya? –preguntó el policía de paisano al teniente-. Es urgente.
-¿Qué quiere? -respondió Varela, dando por zanjado el asunto de Manuel y la embajada.
-Tengo la información de las casas donde se hospedan los extranjeros.
-Sí, ¿y? ¿Algo interesante?
-Aquélla –señaló a Bárbara-, dormía en una habitación doble con su padre, y las otras dos compartían cuarto en una casa de alquiler, pero, según la arrendataria, muchas noches no dormían allá. Una andaba con un alemán, Thomas Keppler, y la otra con un cubano, adivine quién: el famoso Eddy…
-¿Y el alemán?
-El alemán se alojaba donde doña Susana Garcés. Ella nos dijo que él tenía pagada esta noche también, pero que, de forma sorpresiva, en la mañana, cogió sus cosas apurado y se fue para La Habana sin más explicación.
-¿Tenía ya pagada la noche?
-Sí. Dice la señora que siempre dormía allí con la española.
-A lo mejor ella nos puede explicar esto….
Diana no abrió la boca.
-¿Me la llevo para el cuartico?
-Déjalo, ya da igual, me puede contestar aquí mismo. ¿Qué pasó con el alemán que le dio tremenda prisa por partir a la capital?
-Discutimos esta mañana y él se fue.
-¿Y por qué discutieron?
-Cosas nuestras, privadas, no creo que le interesen a nadie.
-Pues a mí sí me interesan, me interesan mucho mucho.
Silencio
-¿Entonces?
-Entonces nada. Discutimos por cosas nuestras, cosas de pareja, problemas de comunicación.
-¿Ustedes son pareja? ¿Él es su novio?
-No es mi novio, pero teníamos algo.
-Algo serio, por lo que veo. Tan serio que la misma noche de su marcha estaba en la cama con otro.
-¡Perro! –murmuró Omar.
-Cuidado, mulato. Cuidado que ya nos conocemos y sabes cómo pueden acabar estas cosas si no colaboras. El caso –volvió a mirar a Diana-, es que yo no me creo nada de eso, nada de lo que me han contado ustedes hasta ahora. Lo siento. Lo han intentado, con eso de la fiesta y el dinero y todo lo demás, pero yo no soy bobo. ¿Ok? Lo que yo creo es que el alemán tiene la droga. ¿Dónde está él?
-No lo sé –contestó la española-. Camino de La Habana, supongo..
-Yo –interrumpió uno de los uniformados- tengo esta dirección y este teléfono –le enseñó un papel–. Los copié de un papel que llevaba él en el bolsillo –y señaló a Yuri.
-¿Y esto? –preguntó Varela al mulato.
-Él me lo dio para que se lo entregara a la española –se justificó el chico mientras miraba a Diana con expresión resignada–. Le vi cuando iba camino a la estación y le acompañé. Me dio esto para ti y me dijo que cuidara de ti.
Diana no supo qué decir. En ese momento todo sobraba, hasta ella misma sobraba en esa escena. Algo había salido mal en aquellas vacaciones, en su viaje de huida, y quería huir de nuevo, meterse en cualquier agujero de su cuerpo y acurrucarse en la oscuridad mientras todo pasaba. No quería estar allí, ni haber estado con Omar, ni haberse despertado al lado de Thomas con sus brazos rodeándole y acotando su desmemoria. Quería bailar salsa y beber agua de coco bajo una palmera, sobre la arena. Quería ron. Un poco de ron le hubiera venido muy bien para diluir la madrugada y ayudar a que se hiciera de día más rápido. ¿Por qué no amanecía según las necesidades?
-A ver. Usted, Roberto, llame a los compañeros de La Habana y les cuenta lo que está pasando. Que avisen de que el tipo éste va en el Viazul y que lo agarren en cuanto tengan oportunidad. Se puede escapar en cualquier momento. Y que busquen las drogas que tiene que tener. Y ustedes… -dijo girándose hacia el grupo detenido- Ustedes ya me pueden decir la verdad. Está todo perdido. A este chico lo vamos a encontrar rápido. Esto es una isla, nadie se escapa.
Silencio.
-¿Saben? Si colaboran, podemos llegar a un acuerdo, conseguir algunos beneficios, algunos premios por ser buenos chicos. ¿Quién quiere empezar?
Más silencio.
-Veamos. Hagamos una reconstrucción de lo ocurrido entre todos. Tenemos varios testigos: por un lado, un hombre vio a los dos desaparecidos y a un yuma recogiendo un paquete de droga en la playa; por otro, tenemos el testimonio de un policía, y no olviden que es policía, que vio a los dos cubanos del paquete, los desaparecidos, reunirse con usted –señaló a Bárbara- y recibir un sobre con dinero, mientras las otras dos esperaban a unos metros. Después, ustedes dos –señaló a Bianca y a Diana-, hablaron con Eddy. Cuando nuestro compañero se disponía a parar al chico y preguntarle por el sobre, él comenzó a correr como si hubiera visto al diablo, ¿corre alguien así cuando no hizo nada malo? Además, la italiana puso la pierna al policía para que no pudiera seguir a Eddy, con el cual, según nos cuenta su casera, se estuvo viendo con regularidad. Mientras tanto, casualmente, el alemán, tercero en la escena del paquete de la droga, abandona Baracoa, camino de La Habana, con prisa, dejando pagada una noche de alquiler y un teléfono en un papel. ¿Qué es todo esto? Y después, ¡una casa empieza a arder! Y resulta que la casa pertenece a este hombre –señala a Yoandri-, pero él no está. ¿Dónde está? Está escondido. ¿Con quién? Con ella –señala a Bianca-, con la compinche del desaparecido. Esto huele, chicos, y huele muy mal. A mí me parece que no calcularon bien los movimientos y que no todos están contentos con su parte del pastel. Eso explica lo que hizo el viejo gringo –miró a Yoandri-. ¿Por qué quemó su amigo su casa?
-¿Ése hijoputa fue el que quemó mi casa? –saltó Yoandri-. ¿Cómo es eso? No puede ser.
-Créame, muchacho. El “hijoputa”, como tú lo llamas, o el canadiense, olvidó recoger el bote de petróleo con el que prendió fuego a la casa y una mujer, que lo conocía a él y al bote, lo denunció. ¿Cuántos botes de Petrocanadá crees que hay en Baracoa? Tendremos que esperar a que pase la borrachera para que nos cuente su versión. Igual él les delata a todos, si no se deciden a hablar antes. Parece que su amistad se rompió por algo, ¿por la droga tal vez? ¿No le dieron la parte que le correspondía? Así que el mulato decidió esconderse y dejar los problemas para otros, como su familia. Podía haber muerto alguien…
-No me creo que John haya prendido mi casa.
-Esto es ridículo –protestó Diana.
-Casualmente, usted estaba con Omar, un viejo conocido que ya ha sido condenado por consumir drogas. Créame que no esperábamos encontrarla allí, íbamos a preguntarle a él por su amigo, pero es que ustedes nos lo pusieron más fácil de lo que creíamos. ¿Qué es lo que se traía con el alemán, que andaban todo el día juntos? ¿Preparaban algo?
-Ya sabe lo que tenía con el alemán.
-¿Y con Omar?
-¿Es un delito estar con dos hombres?
-Depende. Es un delito si pagas por ello, por ejemplo.
-No estoy tan desesperada.
-Bueno. Se puede pagar de muchas maneras. El ron, por si no lo saben, es la manera más común. ¿O no pagaban ustedes el ron?
-Eso no le importa.
-Ya. ¿Van a decirme la verdad de una vez?
-Yo me quiero poner en contacto con la embajada española -intervino Manuel.
-Yo con la italiana –dijo Bianca.
-Adelante. Pueden usar el teléfono.
Manuel se levantó y Bianca quiso ir detrás, pero el teniente le mandó volver a su sitio y esperar a que terminara el primero. Diana rallaba el suelo con la uña del pulgar subrayando su sentimiento de impotencia. A su lado, Omar parecía estar en cualquier otro lugar, sin sonreír ni hacer más gesto que mirar de vez en cuando a Varela con todo el desprecio que le quedaba tras años de despreciar a los policías, la boca contraída y las manos rodeando sus piernas semiflexionadas. A su lado estaba Yoandri, nervioso y enfadado, humillado y harto. Bárbara se levantaba de vez en cuando y musitaba frases sobre sus derechos, sin atreverse a levantar del todo la voz. Estaba acostumbrada a tratar con policía. En España tenía más de un expediente abierto por participar en ocupaciones, pero con aquellos polis implacables, con todos ellos, no sabía cómo hacerlo. Lo único de lo que los extranjeros detenidos estaban seguros era de que no habían hecho nada y no les podían encerrar por hacer nada. ¿O sí?
Yoandri se levantó.
-Miren: yo no he hecho nada, no sé absolutamente nada de ninguna droga, y tengo una familia a la que ayudar porque algún loco, que no me creo que sea John, acaba de quemarles la casa. Así que me voy de aquí. Ya estoy harto de todo esto y de que me traten como a un delincuente.
-Usted no se va a ninguna parte -le espetó Varela.
-No me pueden tener aquí sin haber hecho nada.
-Usted es sospechoso de traficar con droga.
-Ya se lo he dicho, no sé nada de ninguna droga. Y no entiendo su lógica, teniente. Me voy.
-Está bien -dijo Varela-. No tiene nada que ver con la droga. Pero está acusado de comprar ilegalmente una vivienda y de andar acosando a los turistas.
-Es usted un malnacido.
-Sin insultar, muchacho. Eso es una falta grave, recuerde que soy la autoridad. De aquí no sale nadie, ¿ok? Samuel, cierre la puerta -ordenó a uno de sus esbirros.
-Pero esto qué es, ¿un secuestro? -estalló Bárbara.
-Mire, joven, está acusada de tráfico de drogas, todos lo están. Que no les gusta lo de las drogas, no se preocupen, puedo buscar otras acusaciones para pasar el rato, hasta que aclaremos el asunto que a mí me interesa. Esto es más sencillo si colaboran...
-¡Pero es que no podemos colaborar porque no tenemos nada que ver con eso! -respondió la española.
-Miren, pongamos que ustedes no tienen nada que ver. Que todo son casualidades, aunque yo no creo en la casualidad, y que han tenido mala suerte y los únicos culpables son justo los que no están aquí: Eddy, Helen y el alemán.
-Thomas no tiene nada que ver –intervino Diana.
-¿Thomas? Entonces, ¿los otros dos sí?
-Yo no tengo ni idea de lo que hacen los otros dos, pero sí sé lo que hace Thomas y por qué se ha ido a La Habana.
-¿Estás segura? -Intervino Roberto- No es buen muchacho ese Thomas. Cuando viene por acá anda siempre borracho, se droga y se va con mujeres. Aquí todo el mundo lo conoce.
-No tiene nada que ver -insistió Diana.
-De todas formas, lo que yo trataba de decirles -continuó Varela- es que, si me dan un lugar donde encontrar a los dos desaparecidos, podremos aclarar todo. Eso sería muy bueno para nosotros. Sólo queremos resolver este asunto. No somos monstruos ni nos gusta tener a gente encerrada, pero es nuestro deber velar porque se cumplan las leyes, por mantener limpia la isla de cualquier suciedad. Por eso les pido su colaboración. Díganme sólo dónde puedo encontrar a sus amigos y seremos buenos con ustedes.
-¿Y si no tenemos ni puta idea de dónde están? -Preguntó Bárbara.
-En ese caso, tendrán que seguir aquí hasta que lleguemos a alguna conclusión. Esto va para largo, muchachos -le dijo al resto de policías-. Sírvanse café y repartamos tareas, todos aquí no somos útiles... Roberto, organice un grupo para ir a buscar al chico, a Eddy, donde le vio la última vez. El resto, tenemos que recorrer Baracoa. Esos muchachos tienen que aparecer.
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