martes, 30 de noviembre de 2010

----- Fabrizio

FABRIZIO

Fabrizio no pudo escuchar la última frase. Había decidido desaparecer de aquella mesa, de aquella escena y del lado de Bianca. ¿Acaso era él la única persona normal en esa ciudad, en esa isla? ¿El único que no iba pegando pollazos con las esquinas? ¿El único que se interesaba por algo más que la carne cubana?

Bárbara y su padre hablaban con Yaquelín en una mesa cercana. “Incluso ellos”, pensó. Bárbara, tan joven y guapa, tan segura de que no necesitaba dinero ni condición social alguna para acostarse con un hombre, en el fondo, también estaba sacando beneficio de la miseria de aquellas gentes, de Yuri, ¿o no? Tal vez era él el equivocado y Yuri estaba con ella por amor. ¿Cómo saber que aquel mulato estupendo en otras condiciones haría lo mismo, por más que Bárbara fuera una mujer fabulosa? Ahí, todos eran yumas. Había yumas buenos y malos, jóvenes y viejos, guapos y feos, que pagaban sin trabas y a los que había que sacar con disimulo, los que se enamoraban y de los que se enamoraban y los que se aprovechaban y de los que se aprovechaban. Pero todos eran extranjeros.


Saludó a Bárbara, Manuel y Yaquelín y aceptó tomarse un ron con ellos antes de irse. Aún era temprano. Antes de que pudiera sentarse ni darse cuenta de que no había vaso para él, Yaquelín se había levantado dispuesta a traerle uno de la barra. En cuanto la chica desapareció, Bárbara miró burlona a su padre.


-¿Qué, papi? ¿Qué tal esta tarde con Yaquelín? ¿No te parece que es muy simpática contigo?
-¡Por favor, Bárbara! Si no es más que una niña...
-¡Joder, papá! Así cómo te vas a olvidar de mamá. ¡Estás en Cuba! Relájate un poquito, ¡disfruta!
-No quiero, Bárbara. No es a eso a lo que he venido...
-Vale que Yaquelín igual es muy joven, pero no deberías estar tan cerrado, porque aquí también hay mujeres adultas y estupendas con las que puedes bailar y mantener una conversación. Puedes encontrar a alguien. Eso sucede, ¿sabes? Incluso extranjeras. Pero tienes que estar un poco dispuesto.

“Bueno”, pensó Fabrizio, “al menos parece que alguien se salva”.

Seis- Tres son multitud









TRES SON MULTITUD

Cuando Yoandri se acercó a la mesa de Fabrizio y Bianca, no se dio cuenta de que los dos italianos callaron de repente. Bianca le estaba contando a Fabrizio lo sucedido la noche anterior, cabreada sólo a medias, riéndose de la ocurrencia de besar al cubano, de besar a todos los cubanos que se encontraba en el camino cuando llevaba un par de rones encima. El italiano sonreía y pensaba en lo injusto que era que él no pudiera hacer lo mismo e ir besando a todas las cubanas que se acercaban, fuera sobrio o borracho, ni siquiera a Bianca. La italiana hablaba sin parar, como nunca. Eddy, Yoandri; Yoandri, Eddy. Que ella se quedaba con Eddy, que lo de la noche anterior había sido una tontería, que esperaba no tener que ver a Yoandri esa noche, que lo que no sabía era dónde se había metido Eddy esos días...

Pero su “amorsito” seguía sin aparecer mientras el que estaba allí era el mulato de pelo raro. Y fue el mulato el que se acercó para sacarla a bailar.

-¡No, no! ¡Lo siento!
Su negativa sonriente fue como gasolina para el cubano, que siguió insistiendo convencido de que era cuestión de tiempo.

-¡Venga, Bianca! -le animó el italiano harto de la escena y seguro de que no tenía nada que hacer con ella–. ¡Baila con él!
-¡Venga! -insistía Yoandri–. Que yo te enseño cómo hacerlo. -¡No, no! -se oponía Bianca, ruborizada por la cercanía de Yoandri, por aquella mano grande que la cogía del brazo–.

No puedo, de verdad, no me gusta bailar. Necesito más ron.

-¡Ah! O sea, que lo que tú necesitas es emborracharte para bailar. Eso no es un problema, podemos beber hasta que estés preparada. Yo voy a beber contigo hasta que tú quieras bailar conmigo. ¿Puedo sentarme a tu lado?
-La silla no es mía, ¿sabes? -respondió la italiana, sin dejar de mirarle con sus ojos claros. -Ya sé. Tampoco es mía. Aquí no hay nada de nadie –le contestó el cubano sonriendo.

lunes, 29 de noviembre de 2010

----- Las casas de alquiler

LAS CASAS DE ALQUILER

Las casas de alquiler eran la opción de alojamiento más barata y agradable en Cuba. Con ellas, el Gobierno permitió que los ciudadanos se beneficiaran directamente del turismo y también ayudó a crear una diferencia abismal entre las viviendas de los que trabajaban con extranjeros y los que no.

Todos creían que yendo a una casa cubana conocerían la realidad de los hogares y estarían más en contacto con la cultura de la isla. Sí y no.

No, porque los cubanos que no alquilaban no tenían casas como aquéllas en las que dormían ellos. No solía haber agua caliente, ni camas de sobra. Aunque había clases, también allí.

Para alquilar, además, necesitaban cumplir unos requisitos que eran muy difíciles de conseguir para un trabajador cualquiera, a no ser que contara con una ayuda del exterior (con la que arrancaba la mayoría).

Aun así, seguían siendo preferibles a un hotel.

Tampoco comían como lo hacían los turistas en su propia mesa.

Las casas de alquiler pagaban unos impuestos bastante elevados y estaban muy controladas. Según lo turística que fuera la zona, el tributo a entregar al Estado variaba, pero no cambiaba en las diferentes temporadas, lo que hacía que muchos temieran la escasez de extranjeros.

Cada vez que dormían en una de ellas, eran registrados para dar parte a la mañana siguiente en la oficina que se encargaba específicamente de los inquilinos. Si una persona pasaba la noche en una casa de manera ilegal (sin registrarse), la multa para el casero era considerable.

Los cubanos no podían dormir en casas de alquiler a no ser que tuvieran pasaporte (y a veces ni así). Para los isleños existían hoteles especiales mucho más baratos o campings de poca calidad (con alguna excepción).

A raíz del descaro con el que se ejercía el turismo sexual, el Gobierno prohibió estrictamente que los extranjeros pudieran llevar a las habitaciones a acompañantes. Por ello la casera de Thomas se oponía a que Diana siguiera durmiendo allí. O esa era la teoría. En la práctica, ella no era cubana y tampoco es que estuviera alojada ilegalmente, ya que estaba pagando una habitación en otra casa. La mujer, de todas formas, prefería presionar y que la española se mudara allí, así sería una boca más para comer y más dinero para ingresar.

Cada uno tenía que defender sus dólares.

----- Ojos oscuros

OJOS OSCUROS

El bávaro la miraba. “I love your dark eyes”, le decía. Él parecía no saber que sus ojos también eran oscuros, con unas pupilas enormes que eclipsaban el marrón miel de sus iris.

Diana intuyó que no era una persona sencilla, sintió una ternura que quizás no debió haber sentido y se dejó abrazar por el Thomas mimado y acostumbrado a tener lo que quisiera. Ella, que era su capricho de ese momento, se fue con él, borrachos los dos y unidos por primera vez desde que despertaran juntos.

Lo primero que hizo la española al llegar la casa de Thomas, fue ir al baño a deshacerse de el aquel trozo de plástico adherido a su coño. Luchando con el barrizal que se había formado en sus bragas, gracias a la abundancia de flujo propia de los primeros días de regla, reparó en que no había papel higiénico ni nada que pudiera servir como tal. Tampoco bidé. Se levantó como pudo hasta alcanzar la ducha, goteando rojo por todo el suelo del baño, sintiéndose imbécil por haber aceptado a irse con Thomas.

Mientras tanto, escuchaba las voces de la dueña de la casa discutiendo con el bávaro porque la había llevado ahí. Ella le argumentaba que eso era ilegal y que se iba buscar un lío, que él no podía meter a quien quisiera, que si era ya la tercera noche que la llevaba...


Diana no veía el momento de salir.


Aquella señora no paraba de gritar y ella le había dejado el baño como si acabara de pasar Jack el Destripador, a pesar del cuidado que creía haber tenido, para, acto seguido, meterse en la cama de su “hijo”, algo que estaba claro que no le hacía ninguna gracia.

viernes, 26 de noviembre de 2010

----- Thomas

THOMAS

Era bávaro, de Múnich. Su madre poseía varias galerías de arte contemporáneo en Alemania y Nueva York, y él trabajaba con ella haciendo de todo un poco y no se sabía muy bien qué. Viajaba mucho, tenía que ir a las ferias de arte de todo el mundo, comprar, vender..., guardando siempre Cuba para sus vacaciones. A sus 30 años, hacía 12 que iba a la isla, casi siempre por Navidad: 20 días que repartía entre La Habana y Baracoa. La primera vez que fue, lo hizo con su padre como parte de los festejos de su mayoría de edad. Vivía solo desde los 16.

Sus padres se separaron cuando tenía 14 y él se quedó con su madre. Pero ella era una mujer muy ocupada y eso a Thomas le dolía de una manera extraña, como no le pasaba a ninguno de sus amigos con padres separados. Como buen niño rico, no le faltaba de nada, pero nada le parecía bien, y su madre, una mujer dura y acostumbrada a ganarse todo a base de horas de trabajo, no estaba dispuesta a ceder a los caprichos de su hijo.

El padre, Dominic, le quería a rabiar, algo que él sabía, sin embargo no podían vivir juntos, entre otras cosas, porque no soportaba a su nueva novia. Thomas era posesivo, o quizás un simple niño-hijo-único-consentido que vio cómo su mundo se desmoronaba y sus padres tenían vidas en las que él no era indispensable. Siempre habían sido tres comportándose como uno y pasó a ser uno partiéndose en tres.

Tenía 14 años y se sintió solo. Con 16, definitivamente lo estaba, o lo vivía.

Intentó estudiar varias carreras, la primera de ellas arquitectura, como el gran Dominic. No terminó el primer año. No se sentía capaz de acercarse siquiera a lo que había visto. ¿Para qué esforzarse? Escogió el refugio de su estatus de niño bien y dedicarse a vivir la vida, a morderla y bebérsela noche tras noche. Adicto a la evasión, el olvido alcohólico, el moco amargo que anunciaba el bienestar de la cocaína.

En algún momento comenzó a trabajar con una productora de cine. Era chófer, electricista, carpintero, lo que hiciera falta. Y por las noches, Thomas de nuevo, en un entorno que le ponía fácil el seguir comiéndose todo lo que no le gustaba de sus días.

En Navidad pedía un viaje a Cuba a su papi, porque necesitaba desconectar pero no tenía dinero. Y papi juraba que era la última vez que se lo pagaba, algo que nunca era capaz de cumplir al año siguiente, cuando su hijo llegaba consumido y ojeroso pidiendo oxígeno.

A Thomas le fascinaban de Cuba las relaciones familiares, donde todo el mundo vivía junto y nadie respetaba los espacios ni la intimidad; donde todos sabían de todos y se contaban, y opinaban, y hablaban a diario. Desde el primer año volvía a la misma casa en La Habana, la misma donde le había llevado su padre 12 viajes antes. Ella era su mami, incluso le regañaba por llegar borracho o llevar chicas, pero dejándole siempre hacer.

Muchas cosas habían cambiado desde la primera vez que pisó la isla. Se había cortado el pelo y trabajaba en algo serio junto a su madre, tenía un hijo, al que no le gustaba referirse como accidente, pero que no había buscado tener, y la voluntad imperiosa de cambiar su estilo de vida. Año tras año.

Su madre era severa. Para ella, Thomas no era el único, aunque sí el más pequeño. Nadine tenía otros dos hijos de un matrimonio anterior que vivían en Nueva York. Rozaba los 70 y quería retirarse, por eso había permitido a Thomas entrar en el negocio, planeando que aprendiera y se hiciera cargo de todo. Confiaba en él, a pesar de sus noches, y en que las responsabilidades le harían cambiar.

Thomas demostraba una y otra vez que era incapaz de llevar su vida por el camino que le habían trazado. Ni siquiera podía conducir un coche. Le quitaron en carné por ir borracho y no se lo volvió a sacar, prefería ir en taxi. En Cuba, en los bicitaxis.

Cinco- El inglés


*Pincha sobre el icono de Spotify para escuchar la música que suena en la escena.


EL INGLÉS

Aquella noche, en una conversación con John y Yolenys, Thomas descubrió que Diana podía hablar inglés y el alemán pasó sin dudarlo a la lengua universal.

Sería el idioma, pero, por primera vez, Thomas no le parecía un estúpido. El alcohol también ayudaba: las 22.30 y ya estaban borrachos. Todo era divertido alrededor, porque había un alrededor, un lugar aparte de ellos, que observaban y comentaban, que se reían del resto. Estaban, por primera vez, juntos.

Thomas le hablaba de su vida en Alemania, de su hijo de dos años con una mujer con la que no estaba, de su trabajo, de lo mucho que le gustaban sus ojos oscuros.

Regetón, salsa y la balada de Foreigner que sonaba una media de tres veces por noche y que hacía que todos se pegaran un poquito más para bailar. Clásicos como Un monton de estrellas de Polo Motañez. Diana con ganas de bailar y Thomas impasible en su negativa a moverse, con su pose de yupi en vacaciones, piernas cruzadas y brazo apoyado en el respaldo de la silla, con la copa en una mano y un cigarro en la otra.

La española miró a su alrededor y cogió al primer cubano que se encontró: Yoandri. Mientras el mulato le hacía girar entre instrucciones y risas y ella se defendía lo mejor que podía, Thomas fumaba y seguía mirándole con su manera continua de hacerlo.

Al sentarse de nuevo junto al alemán, le besó sin esperar a que él lo hiciera, porque le apetecía desde que le había visto atento a sus pasos y porque el alcohol la volvía mucho más cariñosa. Cuando se dejó caer en la silla notó cómo la compresa mojada se pegaba a su piel. Ratificó su odio hacia las compresas y el asco que le daba sentir el plástico pegado a sus labios, la sangre seca enredada en su vello. Tenía que cambiarse, pero el baño del Rumbos, sin cisterna ni papeleras, ni, por supuesto, papel higiénico, no era el lugar ideal.

Thomas le propuso que se fueran a casa. Ella se negó. No quería ir esa noche con él, prefería llegar a su habitación, ducharse y dormir tranquila, sin miedo a manchar una cama que no era la suya (ni la que ella había pagado).

Él insistió y ella se negó de nuevo.

-Otro ron- propuso.

Él aceptó.

El alcohol y las horas no sirvieron para hacer que el alemán desistiera, mientras que ella se volvió más indulgente, o se olvidó del problema.

-Ven conmigo.
-No, Thomas, en serio. No quiero ir. No hoy.
-¿Por qué?
-Porque tengo la regla y prefiero irme a mi casa y necesito cambiarme la compresa...
-Entonces, tienes que ir a tu casa a por tus cosas, ¿no? Puedo ir contigo y luego nos podemos ir a mi casa a dormir juntos.
-No, Thomas. Hoy no.
-Por favor, ven conmigo. No me importa tu regla, ni la sangre, ni todo lo demás. Sólo quiero dormir contigo. No quiero dormir solo esta noche. Sin sexo. Sólo dormir a tu lado.

La mirada de Thomas, de repente, ya no era un continuo dulce, sino un agujero lleno de vacíos al que daba vértigo asomarse. Diana tuvo la certeza de que le decía la verdad: no quería dormir solo.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Tres- El sol a primera hora

EL SOL A PRIMERA HORA

Bárbara despertó confusa y cabreada. El sol dándole directamente en la cara, el cuerpo encogido y pegado a Yuri. Hacía frío a pesar de la manta y el suelo estaba demasiado duro, pero él parecía no darse cuenta de nada.

La noche anterior no había sido muy buena y Bárbara sentía remordimientos por haber querido salir corriendo en cuanto entró a casa del mulato. En cuanto cruzó el portal y empezó a subir las escaleras medio derruidas del edificio.

En cuanto comprendió lo que él estaba haciendo entre susurros.

-¿Qué haces, Yuri?- le había preguntado al verle aparecer con un embrollo de sábana y manta.
-No te preocupes, a ella no le importa. Ven, sígueme.
-¿Quién era? ¿A quién le has quitado las sábanas? ¿A tu abuela?
-No pasa nada, chica, no te preocupes, ella está bien.

El pequeño apartamento contaba con un salón, una cocina y una habitación que parecía improvisada en una esquina. Sin puerta y con una pared abierta mediante un gran arco, albergaba una vieja cama de matrimonio iluminada a medias por una de las pocas farolas que funcionaban del paseo, tenue por lejana y por cansada.

Todo se adivinaba cochambroso a su alrededor, viejo y gastado, hubiera jurado que amarillo. Sí, a pesar de la oscuridad, pudo sentir las manchas de humedad en las paredes.

Salieron al balcón, para alivio de Bárbara, que quiso huir de la lástima que le causaba aquella decadencia. Yuri extendió la sábana en el suelo y puso la manta encima. Ambas tenían el mismo aspecto viejo de todo lo demás.

-¿Viste qué romántico es esto? Desde aquí se ve el mar y las estrellas. ¿Quién te puede ofrecer algo así?
-Es precioso- mintió Bárbara, que pensaba en la abuela y en Yuri; en la cama que compartían y en esa mujer sin sábanas.


De un golpe la fiesta y la libido se habían ido. Siguieron bebiendo el ron que les quedaba, lo necesitaba para acostumbrarse a aquel dormitorio al aire libre y verlo como Yuri le había pedido que lo viera: como un lujo frente al Caribe. Se abrazó a él, se besaron y se dejó desnudar mientras desnudaba. Hicieron el amor o follaron; se dejó hacer el amor o follar.

Tras el orgasmo de Yuri, ella hubiera huido, pero no fue capaz. Se abrazó al cuerpo suave y enjuto del mulato y cerró los ojos acurrucada bajo la manta.

Lo siguiente fue despertar con el sol aún tímido de las ocho. La luz era la razón perfecta para volver a casa, a su casa cubana pagada en dólares donde le esperaba una cama, su padre y el desayuno.

Besó a Yuri. Él apenas reaccionó. Le habló al oído y se incorporó para vestirse.

La puerta del balcón chirrió y Bárbara vio cómo asomaba la cara sonriente de la abuela del mulato.

-Buenos días, linda. ¿Quieres desayunar? Tengo un poquito de pancito y mantequilla.
Bárbara se sintió como pillada por una madre.
-Gracias señora. Muchas gracias, de verdad, pero, en realidad me tengo que ir porque me espera mi padre para desayunar. Pero muchas gracias, de verdad, muy amable.
-Ok. Como quieras. Él no se va a despertar hasta un rato. Él es siempre así, le gusta muuuuucho dormir, desde chiquitico. Pero es bueno, un santo.

Bárbara sonrió.


-Claro, señora, eso lo sé.

La sonrisa de aquella abuela le acompañó de vuelta a casa.

Dos- Un mundo paralelo

UN MUNDO PARALELO

Bianca dejaba que el lápiz se deslizara por el papel mientras ella habitaba un punto medio entre ese sonido, el de las horas y el del dibujo que trazaba. Pintaba sin esforzarse demasiado, suave.

En más de un mes, apenas había abierto el cuaderno. No había estado mucho a solas desde que dejara La Habana.
A la italiana siempre le había gustado dibujar, desde chiquitita, y al hacerlo sentía cómo las cosas no habían cambiado tanto a pesar de todo. Años y kilómetros se reducían, se condensaban y se convertían en una veintena de hojas de papel con su propia evolución. Turín, Montpellier, Galway, Baracoa.

No había querido acompañar a Diana al Rumbos porque pasaba de ver a Yoandri. La noche anterior, cuando Yaquelín le había presentado al mulato, le pareció simplemente feo. Con algunas cervezas más y bastante conversación, el pintor comenzó a tener su encanto. Fabrizio intentaba bailar salsa con Yaquelín y ella decidió que estaba demasiado borracha y en aquel lugar corría el peligro de acabar dando vueltas en los brazos de cualquiera. Yoandri se ofreció a acompañarla a casa, ella aceptó y, en alguna calle sin asfaltar ni iluminar, se besaron.

En el papel, una mulata de exagerado culo comenzaba a tomar forma. Color chocolate para la piel y rojo para la tela.

Miró al mar medio revuelto bajo los ladridos de las nubes. Miró la playa de arena color barro y llena de porquería. No era eso lo que había imaginado cuando planeó su viaje a Cuba, tampoco contaba con los cubanos. Hacía mucho tiempo que no contaba con los hombres.

Su vida en los últimos dos años había sido trabajar y ahorrar, con el único objetivo de dejarlo todo un día e irse de viaje a cualquier sitio en el que los euros significaran una fortuna y donde pudiera vivir con lo mínimo mientras fumaba hierba frente al mar.

Cuba no fue lo más acertado.

Dibujando recordaba a su padre, el que siempre le animó a que siguiera por ese camino y a que no abandonara sus estudios de arquitectura. Pero la urgencia económica fue más fuerte que su vocación. No tenía un duro, había perdido la beca del Estado al suspender más de lo que se permitía y no quería pedir dinero a quien no se lo podía dar. Dejó provisionalmente Italia y los estudios y no había vuelto más que de visita. De eso hacía casi cuatro años.

Provisionalmente. Todo era por un tiempo en su vida.

La cabeza de Bianca, sin embargo, no había perdido el hilo. Seguía parada en el mismo punto: el día en que decidió buscarse la vida para, ya con dinero, retomar su sueño, el de su padre. Esperaba volver a estudiar en breve, quizás en un país o una ciudad distinta, encontrar a alguien por el que moverse, ser feliz.

Romántica Bianca.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

----- La espera

LA ESPERA

No hubo playa, primero porque la idea de ir con compresa no agradaba demasiado a Diana y segundo porque, para variar, se le hizo tarde. Thomas le esperaba en el Rumbos jugando a las cartas con Yoandri. Al verla llegar sonrió y se llevó el cigarro encendido a la boca quitándoselo justo a tiempo para darle un beso como si hiciera mucho tiempo que se acostaban.

-¿Quieres una cerveza?- le preguntó en su lento español, ése que le daba un punto estúpido.

Diana quería una cerveza, un cigarro, no haber salido la noche anterior y no tener la regla, pero se conformó con el cigarro a medio fumar de Thomas. Le gustaba compartir cigarros. El alemán le miraba divertido, como si el entrecejo fruncido de Diana fuera algo fascinante. Y así permaneció, mirándole dulce, sin apartar sus ojos.

----- Las empresas mixtas

LAS EMPRESAS MIXTAS

Como fórmula para atraer el dinero extranjero, Cuba permitió a empresas de diferentes países invertir su capital en la isla. De esa manera, cadenas hoteleras como Sol Meliá se podían encontrar en lugares como La Habana. Hasta 1995, la legislación obligaba a que el inversor cubano poseyera el 51% de la propiedad, pero a partir de ese año la ley cambió y los socios pueden negociar los porcentajes de propiedad.

Trabajar para una empresa mixta era ser un afortunado, porque se cobraban incentivos en divisas y existía la posibilidad, poco común, de viajar.

Otras maneras de moverse con el trabajo era siendo médico, enfermero o artista, los productos cubanos estrella, junto al ron y los puros, o ganarse alguna beca como estudiante.

martes, 23 de noviembre de 2010

----- Las tiendas panamericanas

LAS TIENDAS PANAMERICANAS

Eran las tiendas que vendían en divisas. En ellas podías encontrar casi todo, incluyendo Cocacola, de la auténtica, de la imperialista y yanqui, hasta los mejores productos Nestlé. Quien tenía dólares, podía tener un champú de marca.

Eso era así y los cubanos lo sabían: doble moneda, doble realidad. El problema venía cuando había productos básicos que sólo se encontraban en esas tiendas, como el jabón o las compresas. Un paquete de compresas costaba poco más de un dólar. Un cubano cualquiera cobraba alrededor de 12 dólares mensuales. La regla era mensual. Las cuentas no salían. Bueno, sí lo hacían, con malabarismos y sumando todo lo que se pudiera. Extra, siempre extra.

-Las tiendas de divisas se hicieron, como dice su nombre, para recolectar todos los dólares que tenían los cubanos guardados en casa. Los que mandaban desde Miami- explicaba a Diana el abuelo de Yaquelín sentado en una silla frente a su casa-. Tener un dólar, para un cubano, era ilegal. Te metían en la cárcel. Pero el dólar era lo que valía, más en los 90, y el Gobierno tuvo que aceptarlo. Así que pusieron esas tiendas para que se gastaran los dólares, que le vienen muy bien al Estado. Igual que con el turismo. Todo, todo lo ha hecho Fidel, para conseguir más dolarcitos para el pueblo.
-Pero, ¿eso no es capitalismo? Lo de la doble moneda y el turismo...
-Mira, mi niña, Cuba no es ni va ser nunca capitalista. Hemos aceptado esos dólares porque eran una realidad, pero todas las tiendas Panamericanas son del Estado, y lo que ganan también. Hay empresas mixtas y turismo, porque necesitamos comprar cosas, el dinero, y tenemos recursos; pero siempre seremos socialistas. Todos los problemas por los que hemos pasado vienen de lo mismo: del bloqueo. Aquéllos se creen que nos vamos a rendir y nos joden. Pero no nos rendimos. Somos pequeños y, sin embargo, óyeme, ¿quién más se ha atrevido a derribar dos aviones yanquis? Y no nos atacaron entonces, ni lo harán ahora, porque saben que no nos ganarán. Cada uno de los cubanos- el viejo movía las manos con entusiasmo- tiene, guardadica, un arma, para cuando vengan a atacarnos. Y yo voy a ir el primero, con mis 84 años.
-Y, ¿qué cree que pasará cuando muera Fidel? ¿Cree que cambiará?
-No, muchacha, aquí no va a cambiar nada. Porque está su hermano Raúl, y porque a los cubanos nos gusta vivir así. Como se vive aquí, no se vive en ningún otro sitio del mundo.
-¡Ah! ¿Usted ha viajado?
-¿Yo? Fui hasta la Habana y volví, eso es lo más lejos que llegué. Pero no necesito más. Yo estoy bien. Tú tenías que haber conocido esto en los años 80 o en los 70... ¡Ni habías nacido! Entonces, no nos faltaba nada, todo estaba en las bodegas. Hasta que llegó aquél día, el del discurso de Fidel en el que dijo aquello de: “vienen tiempos difíciles. Los shorcitos rotos del niño, los blumercitos que llevan, lo que tienen, no tiren nada, porque lo van a necesitar”. Y es cierto que fueron años un poco más complicados, pero a mí nunca me faltó de comer. Que tenemos que comer una vez al día, pues lo hacemos y ya, pero no nos morimos por eso. Ni nos rendimos por eso.

Un- Tampones en Baracoa

TAMPONES EN BARACOA

Le había bajado la regla aquella mañana y no tenía más que una compresa. “Estupendo”, pensó, y fue a la tienda.

-¿La última?

En Cuba era importante aprender el mecanismo de la cola. Todo se regía por los turnos, sin más método para establecerlos que la palabra. Había que pedir la vez incluso en las paradas de bus urbano, algo lógico si se tenía en cuenta la escasez de transportes, por la escasez de petróleo, y todas las otras escaseces materiales a las que se había visto sometida la isla desde que Estados Unidos le impusiera el bloqueo.

La cola que encontró en la tienda, y la espera, no era nada comparado con las que habían vivido Bianca y ella en los puntos amarillos, cuando buscaban un medio de viaje más económico que los turísticos Viazul, donde, además, corrían el peligro de morir congeladas bajo el inmoral chorro de aire acondicionado. Los autobuses Viazul funcionaban bien, llegaban puntuales, eran fresquitos, nuevos y limpios y, por supuesto, se pagaban en divisa y a precios de muy lejos. Eran el medio de transporte para yumas y la manera más fácil de moverse por la isla. Sin embargo, tanto Diana como Bianca comprendieron pronto que eso no era lo que buscaban. Primero intentaron viajar en otras compañías, en los omnibus que utilizaban los autóctonos, aunque tardaran más, aunque fueran más incómodas. Pero no era tan fácil y el caos con el que se encontraron en la estación de autobuses de La Habana, les hizo desistir en su exótica aventura. Unos días después, en Playa Larga, decidieron probar con el autoestop, o la “botella”, como le decían en Cuba. Descubrieron que no era una empresa imposible si se te veía en la cara que no eras de allí. Los coches no tardaban demasiado en parar, ellas les daban un par de dólares por acercarles hasta donde fuesen y todos contentos. A las salidas de las ciudades descubrieron los puntos amarillos, una ingeniosa solución del Gobierno para paliar, al menos en parte, la falta de combustible y de vehículos. El mecanismo era sencillo: la gente que necesitaba transporte iba hasta esos puntos, donde había unos “guardias” vestidos de color mostaza (de ahí lo de amarillos) que se encargaban de regular el autoestop. Esos guardias, por un lado, colocaban a las personas según la dirección a la que fueran, que se ponían a la cola conforme iban llegando (colas que nunca eran colas en sí), y por otro, paraban a los coches del Estado, e iban rellenando las plazas libres con las personas que esperaban. Esas colas podían ser rápidas o eternas y en los puntos amarillos, sobre todo en aquellos más alejados, la espera podía dar lugar a auténticos micromundos en los que dos turistas suponían todo un pasatiempo.

Claro que la cola que encontró en la tienda, y la espera, no era nada comparado con las que habían vivido Bianca y ella en los puntos amarillos.

-¿Tampones tienes?
-¿El qué?
-Tampones, para la menstruación.
-No sé qué es.
-Es como un cilindro de algodón que se mete dentro...
-Lo que ella quiere son esos palitos que tienen algodón, los que sirven para los oídos- intervino una señora.
-¡Ah!, no, de eso no tengo.
-Que no, que no es eso. Es para la regla, para el periodo. En vez de las toallitas higiénicas.
-Toallas higiénicas sí que tengo.
-Ya. Pero yo no quiero toallas higiénicas.
-Pues yo lo que tengo son toallas. Prueba en la otra tienda.
-Ok, gracias.

En la otra tienda:

-Buenas tardes, quería tampones.
-¿El qué?
-Tampones, para el periodo, con los que te puedes bañar...
-¿Para el periodo?
-Sí.
-Tengo estos dos tipos de toallas, mira.
-Está bien dame un paquete de las que tienen alas. Entonces, ¿tampones no tienes?
-No sé qué es…
-¿Y sabes si hay alguna tienda en la que los pueda encontrar?
-¿Has preguntado en la del Parque?
-Sí, pero no tienen.
-Es que no sé qué es.
-Yo sí sé -intervino la mujer de atrás-, pero eso aquí no hay mi niña. No.
-¿No hay en ningún sitio de Baracoa?
-No -continuó la señora-. En Santiago a lo mejor. Si no, en La Habana.
-Vale. ¿Cuánto le debo?
-Uno con veinte.


lunes, 22 de noviembre de 2010

----- Desmemoria

DESMEMORIA

Aprender a olvidar era la clave. Pero el olvido era algo individual, y la memoria tenía mucho de colectiva. Eso era algo que sabía muy bien Diana, porque no era rara la mañana o la tarde en la que se despertaba y tenía que llamar a sus amigos para que le ayudaran a reconstruir la noche anterior.

Cada uno de los protagonistas era dueño de su propia colección de olvidos, que no podía compartir con nadie por dos razones: construida por vacíos, no había nada que enseñar, y encontrar a las personas que habían formado parte de esa experiencia significaba admitir una existencia por otra parte inevitable.

Pero el olvido funcionaba y era necesario.

Cuba era un pueblo que tenía que convivir con el peso de las fechas históricas que golpeaban desde las efemérides a través de los medios de comunicación; con toneladas de grandeza de un país pequeño que se había atrevido a desafiar a un gigante. Los cubanos tenían que engullir a diario sus méritos como una isla que quiso ser Utopía y aún no se ha dado por vencida. Hombres y mujeres paseaban sus carnes opulentas con descaro, al margen de cualquier culto a la delgadez, gordos de olvido, hartos de tragar escaseces y silencios. Solitarios ante un mundo que ya no quería ayudarles. Amistosos. Agradables.

Pero nadie conseguía borrar los años de Periodo Especial, los medicamentos que no llegaban, los familiares y amigos que no volvían, los deseos.

Sólo el ron, los cigarros y el sexo. Sólo saber que no hacía falta trabajar más. Y bailar en cualquier parte, cualquier persona. Ése era el olvido colectivo del lugar. Una ilusión óptica, un vacío que se colaba en el interior de las claves afrocubanas y que sólo existía cuando se golpeaban u sonaban o en un vaso que reclamaba ser rellenado.

Pero siempre había un momento sin ron ni claves en el que el espejismo se rompía y el pacto se quebraba.

Tras las puertas, entre los muros, en cada casa.

----- Azul

AZUL





*Pincha sobre el icono de Spotify y escucha los cantos religiosos del grupo cubano Yoruba Andabo.




“A tu padre no lo mató nadie, lo hizo él solito. Él y nadie más que él se murió. Se envenenó día tras día y noche tras noche. Siempre mirando al mar y queriendo ver algo. Y yo no sé que pretendía ver, chico, yo no lo sé”.

Su abuela le repetía una y otra vez la historia, arrastrando las sílabas y enfatizando los acentos como si se tratara de uno de sus textos teatrales. Tanto que terminó por adquirir el tono y la tonalidad de una leyenda, como una historia reinventada por generaciones.

Pero toda esa grandeza se la habían dado los ojos de una madre que había visto a su hijo morir lentamente sin ser capaz de retenerlo ni irse con él.

Y se quedó atrapada entre dos.

Dos tiempos: pasado y presente.

Dos pisos, sin poder abandonar un edificio con unas escaleras semiderruidas.

Dos nietos.

Dos opciones: abandonar o seguir.

Ni siquiera quería asomarse a la ventana porque, al mirar por ella, siempre estaba el mar. “El desgraciado del mar. ¿Cómo puede ser bueno vivir rodeado de agua con sabor a lágrimas?”.

Su madre se marchó cuando él tenía ocho años. Su padre estuvo de acuerdo y facilitó el divorcio a su mujer. Lo demás era lo de siempre por esos días: una boda rápida con un señor que le doblaba la edad y remesas que aseguraran una vida mejor para los que se quedaban. Eran los tiempos álgidos del Periodo Especial y ella prometió volver para llevárselos a todos. Un buen día dejaron de recibir el dinero y no hubo más noticias. Yuri nunca supo si sentirse huérfano o abandonado.

“De eso murió tu padre, mi amor, de una sobredosis de sueños. Dicen que la esperanza es color verde, ¡qué equivocados están! Es azul. ¿De qué te crees tú que hay tantos mulaticos con los ojos claros? De pura esperanza. Son los sueños de generaciones que se asoman. Primero los esclavos, luego Cuba entera y ahora cada cubano”.

Tenía un hermano mayor, Israel, al que un día decidió no tener más. Cuando alguien lo mencionaba, apretaba los labios y miraba a cualquier otro lado; cuando era él mismo quien lo hacía, le cambiaba la voz. No era fácil.

“Y ahí está el mar, que siempre te está como llamando, como diciendo, ‘vente conmigo, ven’. No te enseña nada, sólo esconde: lo que tiene en el fondo, lo que está al otro lado. Es muy fácil imaginar cuando tú no tienes nada, y aquí hemos pasado años muy duros. Tú eras chiquito, pero ya te dabas cuenta. Antes no era así. Puede que no tuviéramos de todo, pero no nos faltaba nada. Maldito Periodo Especial”.

-Como si no lo tuviera, ése no tiene nada que ver conmigo -contaba la noche del Uno de enero entre rones y sonriendo.
-¿Y eso? -Preguntó Bárbara.
-A mi hermano le echaron 44 años...
-¿Cuarenta y cuatro años? ¿Y qué hizo?
-Robo con violencia y violación. Lo agarró la Policía y el tribunal le dijo ‘cuatro cuatro’ -Yuri gesticulaba para dar énfasis a las cifras-, asere. Y ése no ve la calle hasta que no cumpla condena. Yo no tengo nada que ver con él, no es mi hermano, es un desgraciado.

“Azul como los ojos de tu padre, que se volvieron grises antes de morir. Los médicos se extrañaron de que tuviera cataratas tan joven. ¡Cataratas! Lo que tenía eran muchas lágrimas: las que no supo llorar, y todas las que recogió del mar. Lágrimas de otros, cada día unas pocas del agua. Yo le repetía que tenía que luchar y salir de eso. Pero Yemayá lo tenía amarrado con su amor maternal y la esperanza de que le devolviera lo que había perdido”.

Yuri tenía 20 años. Los fines de semana estudiaba para profesor de educación física y por ello recibía cuatro dólares mensuales. Vivía solo junto a su abuela, que intentaba ser alegre a pesar del encierro al que se había visto sometida. A pesar de todo.

“Por eso tienes que llorar. Yo quiero que tu llores, mi niño, todo lo que te duela. Tira las lágrimas al mar, que se las quede y las guarde en el fondo, que no pase al revés, porque entonces sí la fastidiaste, chico”.

Un par de veces por semana la bajaba a la calle con ayuda de algún amigo. Cada día se las arreglaba para acercar lo necesario a casa, aunque de vez en cuando tuvieran que conformarse con moros y cristianos. Por suerte siempre había frijolitos y arroz para llevarse a la boca. Y alguna forma de sacar unos dólares extra.

“Decían los médicos que tenía depresión y le daban pastillicas que no arreglaban ná, sólo le hacían las pupilas más grandes, como pidiendo más.

Pero no era tan fácil llorar. Yuri lloró cuando murió su padre, porque sentía que tenía que hacerlo, porque su abuela y su hermano lloraban como él. Después no había vuelto a hacerlo.

Recordaba de su padre que siempre había sido una figura triste, un cojo borracho y sentado en el balcón frente a la playa, mirando a alguna parte. Cada mañana le llamaba para mandarle apostar a la bolita, mientras que por las noches le pedía que averiguara el número ganador. Siempre jugaba al cinco, al mar, y a otro número que cambiaba según sus sueños. Cuando empezó a medicarse, los sueños desaparecieron de sus noches y ya sólo era el cinco.

Robo con violencia y violación. Violación. ¿Cómo podía sonar eso a los oídos de Bianca, a los de Bárbara?

viernes, 19 de noviembre de 2010

----- Prueba superada

PRUEBA SUPERADA

Cuando se fue del Rumbos, Manuel reía con Yaquelín y el alemán. Llevaba todo el día combatiendo la melancolía que acechaba tras las ausencias de su padre. Habían tomado el sol, cenado langosta y charlado con todo el que encontraron por el camino. Se habían reído de la cara de harta que tenía la italiana, de la extraña pareja del alemán y la española; se habían escandalizado con Yolenys y John y se habían vuelto a reír con la dulce Yaquelín. El día había pasado, sin cartas ni menciones indebidas: Bárbara había cumplido. Llegó la hora de marcharse a buscar lo que ella quería y dejar a Manuel solo. “Quién sabe”, pensó mientras se escapaba con Diana, Bianca y el resto, “igual hasta se anima a bailar con alguna”.

----- La resaca

LA RESACA

La resaca era menos dura teniendo cerca al mar. Bárbara podía tumbarse en la arena. No pensar. Aprovechar que no había nubes (llegarían a media tarde). Mirar las olas.

El mar siempre tenía resaca, pero ésta desaparecía, como la de Bárbara y todos los que convivían en aquél punto por aquellos días.

Diana se levantaba al lado de Thomas y disimulaba su desconcierto.

Bianca luchaba contra su mal humor un día más.

Manuel añoraba a quien no debía añorar con miedo a hacerlo.

Bárbara se bañaba sonriendo.

Fabrizio paseaba por Baracoa esquivando a italianos maduros.

La resaca era importante en aquel viaje.

jueves, 18 de noviembre de 2010

----- Mamá

MAMÁ

Su madre le había dado un sobre cerrado. “Para tu padre, para su cumpleaños”, le dijo.

El ron de la noche anterior se había apoderado de su cabeza y no tenía fuerzas para ver la cara de Manuel al abrir aquel sobre. Si se trataba de olvidar, eso no ayudaría.

El alcohol le golpeaba las sienes y la carta latía bajo su toalla, amenazando con salir sin permiso.

La arrugó y la mantuvo apretada en su puño cerrado, luego se dirigió al agua. Para que la resaca de las olas se la tragara y la llevara lejos, muy lejos; para que la deshiciera.

Yemeyá, diosa del mar, madre de todos los dioses.

Y Bárbara que caminaba por la arena sin querer pensar más, que se metía en el agua sintiendo cómo el frío iba empapando su piel paso a paso, cómo ese frío se le colaba en el estómago y el pecho, traspasaba la braga del bikini y soplaba su sexo. Cómo engullía la bola de papel mojado.

Rompió a llover y tuvieron que refugiarse en el techado del chiringuito. Allí compartieron mesa con las chicas y ella lo agradeció, dejando que la conversación fluyera sin necesidad de participar, permitiendo que fuera Manuel el que se entretuviera solo, confiando en él por un momento.

Siete- El cumpleños de Manuel

EL CUMPLEAÑOS DE MANUEL

Bárbara estaba muy cansada, empezaba a notar los efectos de la falta de sueño. La noche anterior apenas había dormido. Tras ver amanecer en el Puntón junto a Yuri, tuvo que levantarse a las nueve tal y como le había prometido a su padre.
Era uno de enero, cumpleaños de Manuel, una maldición que le había acompañado desde que tuvo edad para salir en Fin de Año. Siempre tenía que estar lo suficientemente entera como para celebrarlo. Pero en esa ocasión era diferente, tenía que estar más que entera, tenía que estar atenta, vigilante, para que su padre no se derrumbara. Era el primer cumpleaños que celebraban sin su madre, ellos dos solos, como el viaje, como la vida que habían empezado y que a Manuel le costaba horrores tan sólo imaginar.
Un par de huevos fritos, papaya y plátano, café (bastante bueno), jugo de piña casero pan con mantequilla y un poco de queso. Lo mismo de todos las mañanas, un lujo con el que aguantar hasta la hora temprana de la cena. Después el autobús hasta Playa Maguana, donde esperaban arena blanca y agua templada, un paraíso que hiciera a Manuel olvidar por unas horas. De eso se trataba, de olvidar, para eso habían volado hasta Cuba.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

----- Fabrizio y la salsa

FABRIZIO Y LA SALSA

Yaquelín había arrastrado a Fabrizio al centro de la pista. Un mes en la isla no resultó suficiente para dominar la salsa, más teniendo en cuenta su miedo a las isleñas y la distancia que procuraba mantener con ellas. Sin embargo, probaba, sumiso, obedeciendo al undostres cincoseissiete que le marcaba Yaquelín, dulce y paciente, al oído. Primero lento, fuera de música, luego cada vez más rápido, buscando fluidez hasta perderse en una maraña de pasos en la que no había ni unos ni doses ni vueltas ni nada. “Ya lo cogerás”, le decía ella, “esto es práctica, como todo”. Él sonreía incrédulo pero divertido, esforzándose por disimular su torpeza y camuflarse entre las parejas-torbellino que se movían a su alrededor. “Esto es así”, continuaba ella, “primero lo haces lentamente, luego lo intentas cada vez más rápido, concentrado y tieso, como se ponen ustedes al bailar, y ya cuando estés confiado te volverás a perder, ya lo verás. Pero si aguantas, al final lo aprendes y ya lo haces sin pensar. Porque esto hay que hacerlo sin pensar”.

----- Yoandri

YOANDRI

-Mira, Bianca, yo te quiero presentar a mi amigo Yoandri- le dijo Yaquelín en cuanto llegaron a la mesa.

El tal Yoandri era un mulato más bien feo de pelo enredado y a lo afro que se levantó, la cogió firme de la cintura y le dio dos besos.

-¿Cómo estás? Yo soy Yoandri.
-Yo Bianca.
-¿Eres italiana?
-Sí.
-Yaquelín me ha dicho que pintas, por eso tenía interés en conocerte. Yo soy pintor y me gusta hablar con artistas de todas partes. Aquí nos conocemos todos, ¿sabes? Y se acaba haciendo aburrido y no hay nada peor que el aburrimiento para pintar. Si pintas aburrido seguro que los cuadros salen feos. ¿Verdad?
-Bueno... yo no soy pintora...
-No seas modesta, ya ella me dijo que tienes dibujos muy bonitos.
-¿Pero qué dibujos? -preguntó la italiana a Yaquelín. No los enseñaba nunca.
-Los de la libretica.

Bianca no recordaba habérselos enseñado.

-Bueno, ¿qué más da, chica? ¿Dibujas o no? -volvió el mulato al tema.
-Algunas veces, pero no puedo decir que soy pintora.
-Yo creo que sí lo eres. Tienes cara de artista, se te nota distinta.
-¿Tengo cara de pintar? -preguntó la italiana divertida.
-Tienes cara para ser pintada -respondió el cubano con la mejor de sus sonrisas.

martes, 16 de noviembre de 2010

----- Yaquelín

YAQUELÍN

Era la hija menor de la familia que le alquilaba la habitación a Bianca y Diana. Una belleza de piel dorada, ojos miel y pelo claro que se pasaba el día con las inquilinas comentando su ropa y su maquillaje y contándoles las aventuras y desventuras de todo el vecindario. Yaquelín se sentía afortunada por trabajar con extranjeros. Ellos eran su pasatiempo favorito y su puerta de escape a la rutina de Baracoa y siempre se tomaba un ron con ellos. No le importaba que fuera una relación de trabajador a cliente. Por un lado ayudaba a su madre a limpiar la habitación y hacer la comida y por otro se sentaba a charlar con ellos como si fueran amigos que conociera de tiempo atrás. Llevaba años viendo a extranjeros llegar y partir. Rubios, morenos, simpáticos, bobos, turbios, honestos... muy pocos le sorprendían a esas alturas, pero de todos podía sacar cosas nuevas. Historias distintas, algún pintaúñas, un champú o una dirección de correo a la que escribir de vez en cuando: las cosas que la hacían sentirse diferente. El carné de arrendatario era lo más parecido a un pasaporte para los que no tenían oportunidad de viajar (y tampoco era fácil acceder a uno). Con él, con ese carné, estaba justificado andar con extranjeros, bailar con ellos, tomar un ron en la misma mesa, charlar...

A Yaquelín le gustaba su vida allí, el goce, los chicos, el sol, incluso el arroz con puerco un día y otro, pero no podía evitar sentirse atraída hacia todo lo de fuera, sobre todo por los hombres. Se imaginaba viajando con un alemancito alto y de ojos claros, ella vestida con todas esas ropas que las extranjeras tiraban en el suelo de la habitación y que miraba y tocaba al limpiar, pero no se veía lejos de allí para siempre.

Tenía poco más de 20 años y pertenecía a una generación a la que le había tocado vivir más penurias que bonanza, que había crecido marcada por el Periodo Especial, el hambre y la desconfianza, por la búsqueda desesperada del dólar. Ella apenas recordaba la Cuba de los 80, los tiempos en que encontrar un recambio para el coche no era imposible, siempre que fuera un Lada; el idilio entre su isla y la Unión Soviética que llenaba las estanterías de las bodegas de conservas con etiquetas imposibles de leer. Tampoco había conocido la Cuba prerevolucionaria, esa de la prostitución, el juego y la Mafia, “el casino de Estados Unidos”. Su Cuba era la que era, la del hambre y la imaginación, la de la falta, tremenda falta que alimentó a todos los jóvenes mientras aprendían a vivir de bocaditos de aire y bocanadas de sueños.

Ya no se hablaba de prostitución, ella sabía más de jineteras y jineteros, de gente que se vendía a los turistas, no para sexo ni por dinero, sino para lo que hiciera falta por todo lo que les hacía falta. Podía ser leche, ropa, alguna joya, ron, podían acostarse con ellos (o ellas), amarles, casarse o llevarles a bailar y enseñarles la ciudad. ¿Y cuántos habían jineteado alguna vez? Había preguntas que era mejor no hacer, muchas preguntas. Pensar no servía para nada, había que pasar los días como mejor se pudiera: bailar, reír, disfrutar del calorcito antes de que se hiciera insoportable en el verano. Había que amnistiar a los que ambicionaban todo lo que no tenían e inventaban como podían la manera de conseguirlo. Era normal que no se hablara de prostitución, era necesario para el futuro de muchos hombres y mujeres.

A ella le gustaba trabajar con extranjeros, cobrar en dólares y tener derecho a hablarles en el bar.

----- Una Bucanero bien Fría

UNA BUCANERO BIEN FRÍA

Con tanta conversación y la mezcla de idiomas le estaba empezando a doler la cabeza. Bárbara había desaparecido con su mulato, Diana hacía rato que se había ido y ella estaba ya cansada de beber ron caliente y fumar sin parar. Se moría por una cerveza fresquita.

-No puedo beber más esto... -le dijo a Fabrizio levantando el vaso de plástico.
-Si. Es un poco fuerte.
-¿Vamos al Rumbos a beber una Bucanero fresquita?

Diez minutos después los dos italianos cruzaban la puerta enrejada del Rumbos, que estaba en plena ebullición, y se dirigían directamente a la barra. Yaquelín les interceptó a mitad de camino.

-¡Pero bueno! ¿Dónde se metieron ustedes? Diana estuvo aquí, pero se fue con el alemancito enseguida... Oigan, no se me vuelvan a perder, vengan a sentarse con nosotros. Además, Bianca, yo tengo que hablar contigo de cosas serias... -dijo con una sonrisa maliciosa.
-No te preocupes que vamos a comprar una cerveza y nos sentamos.
-¿Y no me podrían comprar una para mí también?
-Claro, chica -rio la italiana.

lunes, 15 de noviembre de 2010

----- Fabrizio

FABRIZIO

El italiano no se despegaba de Bianca. Su español era demasiado lento para el rimto de la conversación. A ella, meses de convivencia con españoles en Irlanda le habían hecho aprender a la fuerza.

Fabrizio era un italiano exiliado. Socialista convencido, añoraba los años en los que Italia tenía uno de los Partidos Comunistas más fuertes de Europa, aunque en esos años él apenas supiera lo que era la política. Cuba simbolizaba la fortaleza, la entereza y resistencia frente a las dificultades y Fidel era el hombre más valiente del mundo, el único que no se dejaba engañar por la vida feliz que prometía el capitalismo.

Cuando algunos de sus conocidos supieron que se marchaba a Cuba le dieron un par de palmadas en la espalda y sonrieron con malicia. Cuba, la isla de las mulatas a buen precio (o gratis), el sueño de muchos de los hombres con los que había crecido, pero no la que él andaba buscando. Tras unos días de vacaciones familiares, cogió un avión en Roma con dirección a La Habana donde cayó al lado de un alcalde del PC italiano que ya pasaba la cincuentena. A él le pareció una casualidad fascinante y su oportunidad para conocer de cerca la historia de sus ídolos políticos, pero la verborrea de su compañero pronto cogió otros derroteros. Sin saber cómo, Fabrizio se vio escuchando a aquel señor decir que había una virgen esperando para él en Santiago de Cuba. “Una vergine, ¿sai? ¡Ha diciasette anni!”. El joven se quedó petrificado. Le pareció tan escandaloso, tan sórdido y anti ideales que llegó a La Habana con la decepción ya instalada en el cuerpo.



El resto del viaje, mientras cruzaba la isla, no había hecho más que aumentar su confusión. Había visto paisajes inolvidables, tierras verdes, vida, vida que desbordaba los edificios envejecidos, que le daba brillo a las paredes raídas por el salitre y la humedad... Y ganas, muchas ganas de todo.

Las mujeres cubanas, lo último que quería conocer de la isla, fueron su peor pesadilla. Fabrizio adoraba lo femenino, los cuerpos, las voces, las miradas, el coqueteo, la risa, el sexo... Pero prefería mantenerse al margen antes que arriesgarse a verse mezclado en cualquier tipo de relación mercantilista-sexual con una cubana y caer en todo lo que criticaba.

Simplemente quería observar, algo muy difícil para un hombre rubio y de ojos azules que andaba solo por las calles y plazas de La Habana. La capital le expulsó con su exceso de hospitalidad, casi siempre interesada y nunca gratuita, y se perdió por poblaciones, cuanto más pequeñas mejor.

Cuando llegó a Baracoa, llevaba casi un mes de pueblo en pueblo y se moría por unos espagueti con tomate fresco, albahaca y un chorrito de aceite de oliva. Era italiano y amaba de su país muchas cosas, entre ellas la comida, pero la vida en Italia se había convertido en irritación y vergüenza ajena (o propia). Licenciado en Economía, se metió de lleno en esa ciencia para tener argumentos sólidos con los que combatir todas las ideas que odiaba. Siempre había creído en el ser humano, en la empatía y la solidaridad, pero su propio país se había encargado de escupirle las peores realidades un día tras otro. Allí nada funcionaba, ningún esfuerzo tenía su recompensa. Por eso huyó. Se fue al Norte, a Finlandia, donde estuvo trabajando para una gran empresa escandinava. Allí era otra cosa, sabía que lo que hacía, levantarse e ir a trabajar, tenía un sentido, no sólo el de llegar a fin de mes, sino como parte de un todo en el que las piezas funcionaban. Adoraba el compromiso de los finlandeses con su sociedad, esa honestidad que llegaba a irritarle en ocasiones y la libertad de las mujeres allí, tan lejanas de la mayoría de las italianas con las que se había relacionado. Pero todo lo que encontraba en aquel país por una parte, le faltaba terriblemente por otra: el sol, el gusto por placeres insignificantes como un café bien hecho, la espontaneidad de la gente (sin necesidad de alcohol), el sabor de la verdura en el Sur... Echaba de menos Italia y había empezado a aceptar que aquello no iba a cambiar. Era una relación tortuosa: no podía vivir con (en) ella, pero tampoco podía olvidarla ni deshacerse de su acento.

En Cuba era otro más y luchaba por no serlo, por esconder su deje cuando hablaba inglés o español, en vano, siempre en vano, porque enseguida le descubrían y suponían lo que buscaba allí. Él, mientras tanto, procuraba esquivar a sus compatriotas por amor propio, por no tener que volver a sentir esa vergüenza ajena que le empapaba. Hasta que encontró a Bianca. Su seriedad, su pelo rojo y largo y sus ojos claros, esa distancia casi nórdica combinada con sus gestos y su fuerza al hablar... no parecía italiana, pero lo era. Ahí residía su atractivo.

El problema era que ella no parecía tan interesada en él.

Seis- El cabreo de Bianca

EL CABREO DE BIANCA

La italiana esperaba encontrarle allí con sus amigos, pero Eddy no apareció tampoco aquella noche. Era la única persona que le había despertado curiosidad en todo el tiempo que llevaba en la isla. Se sirvió un vaso de ron que iba tomando en pequeños y espaciados tragos, no acababa de acostumbrarse a esa bebida a secas. Mientras tanto, a su alrededor, la conversación era cada vez más fluida y las batallitas cubanas se llenaban de expresiones y risas. Noah hablaba de la escena que había presenciado en casa de alguno de ellos, de cómo la abuela movía la cabeza a ritmo del heavy que sonaba en el casete, resignada ante los gustos musicales de su nieto, diciendo “Y qué le voy a hacer, a todo se acostumbra una”.

Yuri, Eddy, Omar... todos ellos podían ser catalogados como “frikis”, lo que significaba que les gustaba otro tipo de música más allá de la salsa y las canciones de moda en la isla y que vestían distinto al resto. Unos llevaban drelos, otros algún piercing; iban con camisetas negras, turbantes o prendas desteñidas, casi siempre regalos de amigos extranjeros. Ni siquiera compartían los mismos gustos, pero tenían en común el sentirse diferentes y ser tratados como diferentes.
Omar era el cantante de un grupo de reggae formado por cuatro mulatos que reivindicaban sus raíces africanas. Era fácil reconocerles porque solían vestir con estampados de su continente “de origen” y pañuelos en la cabeza que ayudaban a que sus rastas se formaran de manera natural. Ensayaban por las tardes en una sala de la Casa de la Cultura, pero ésa era toda la colaboración que habían podido obtener por parte del Estado, que no miraba con buenos ojos todos unos comportamientos considerados más propios de un extranjero que de un cubano. Días antes de que Bianca, Diana, Fabrizio, Bárbara y Manuel llegaran a Baracoa, el 26 de diciembre, un concierto suyo había sido cancelado por incluir una bandera jamaicana en el espectáculo. La policía fue muy clara: “no se pueden utilizar banderas que no sean la cubana”. La única opción que les dieron fue que presentaran una queja, pero ellos sabían que la respuesta tardaría meses en llegar y tampoco les iba a decir nada nuevo. La cancelación no habría sido tan grave, si no hubiera sido tan difícil organizar el concierto. La música era un bien abundante en Cuba y los músicos eran los mimados de Fidel, pero no cualquier músico ni cualquier música. Llevaban meses preparando el espectáculo, esperando que les dieran permiso y fecha en el Parque Infantil, consiguiendo todo lo necesario... y ni siquiera pudieron terminar el primer tema. Mientras conseguían otro permiso, se tenían que conformar con que les dejaran cantar una o dos canciones en el Rumbos, antes de que los salseros comenzaran con su show de música en directo.

-Asere, ¿y Eddy dónde se metió? -preguntó Omar a Yuri en uno de los momentos de la conversación.
-¡A mí qué me vas a preguntar! Chico, qué sé yo. No le vi en todo el día.
-No, asere, ya sabes que yo me asusto rápido...
-No jodas, asere, tú si eres optimista, chico.
-¡Mira lo que hicieron conmigo! O lo que hicieron con tu hermano...
-Lo de mi hermano no tiene nada que ver, asere, él sí merece que lo tengan encerrado.
-Creía que no tenías hermanos -dijo Bárbara extrañada.
-Como si no lo tuviera, ése no tiene nada que ver conmigo –respondió Yuri.

viernes, 12 de noviembre de 2010

----- Y con Noah

Y CON NOAH

A alguna hora, cuando Diana había conseguido cerrar los ojos, alguien abrió la puerta del dormitorio. Noah, se movía torpe por la habitación, buscando algo en el interior de una maleta ya hecha. Ni siquiera se había preguntado dónde dormiría el belga aquella noche. Permaneció callada y quieta, sin ni siquiera echarse la sábana por su cuerpo desnudo, observando lo que hacía Noah en la oscuridad. Él no reparó en la escena de la cama de al lado hasta que ni hubo terminado con su equipaje. Miró durante unos segundos el cuerpo de Diana sin darse cuenta de que estaba despierta. Se sentó en la cama frente a ella y siguió observándola mientras empezaba a tocarse dentro del calzoncillo. La española sonrió encantada y se incorporó despacio. El belga, con los ojos cerrados, estaba tan absorto en su tarea que no se dio cuenta. Cuando volvió a abrirlos se percató de que ella se había levantado y paró en seco. Diana se arrodilló frente a él, cogió su polla aún dura y la empezó a lamer.

Le encantaba chupar pollas, le ponía más que cualquier otro preliminar. Le fascinaba ver cómo los penes crecían bajo las caricias de su lengua, cómo los hombres se volvían locos y su respiración se aceleraba. Ella solía decir que era culpa de sus padres, que casi la matan antes de nacer gracias a un calentón. Su madre era una mujer que perseguía la felicidad de una manera casi obsesiva, una “happy”, como le decía Diana, que siempre se esforzaba por hacer las cosas bien y por ver el lado positivo de todo, a costa de lo que fuese necesario. El día en que Diana nació, su madre, en lo que pretendía ser un absoluto acto de amor durante uno de los momentos más felices de su vida (el parto para ella fue una experiencia maravillosa de la que no recordaba dolor alguno), convenció a su padre para que hicieran el amor antes de ir al hospital (y después de haber roto aguas). El resultado de ese momento de unión fue que el líquido amniótico salió sucio y la afición de Diana a comer pollas. Según ella, su amor por el sabor saladito del miembro masculino provenía de su primerísima infancia, porque fue lo primero que probó de este mundo, antes incluso que la leche materna.

No pensaba en sus padres mientras se la estaba comiendo al belga, que contenía los gemidos. El suelo estaba frío y Noah empezaba a emocionarse demasiado. Diana paró antes de que se corriera, le hizo tumbarse en la cama y se colocó sobre él. Cogió uno de los condones de Thomas de la mesilla de noche, lo abrió y se lo puso. La polla comenzó a desinflarse.

-Ah, con que eres de ésos... -le dijo al belga en el oído.
-No, no. Es que estoy un poco borracho.
-Podemos seguir con lo que estábamos.

Cogió la mano de Noah y la acercó a su coño empapado y blando. El belga comenzó a masturbarle mientras ella reanimaba a su polla, después volvió a usar la boca, esta vez dándose la vuelta y poniendo su clítoris al alcance la de la lengua de él. No tardó mucho en correrse sin dejar de chupar y menear el pene de Noah. Cuando él también hubo terminado, ella se limpió en las sábanas, le deseó buenas noches y volvió a la cama junto a Thomas.

jueves, 11 de noviembre de 2010

----- Sexo vábaro (que no bárbaro)

SEXO BÁVARO (QUE NO BÁRBARO)

El sexo con Thomas fue algo que se dio por supuesto: lo hizo la gente cuando aún no se habían acostado y lo hicieron ellos dos cuando Diana llegó al Rumbos y le pidió al alemán que se fueran. Abandonaron el bar con una botella de ron recién comprada asomando por el bolso de ella.

Pocas cosas le gustaban tanto a la española como una borrachera a dos con su pareja, o con quien estuviera en ese momento. Beber y follar; beber, follar; follar, beber, dormir, follar.

Ya en casa de Thomas, mientras él discutía con la mujer que le alquilaba la habitación (mami, la llamaba), ella se descalzó y pisó sin pudor las sábanas limpias de la cama con sus pies llenos de mierda. La habitación estaba más o menos ordenada, no la recordaba así aquella mañana, se notaba que esa noche la visita era esperada.

El alemán volvió disculpándose, con el ceño arrugado y su español a trompicones: le pareció un imbécil. En ese momento se cagó en sí misma y en su impulsividad, que le había llevado hasta ese habitáculo con aquel pijo alemán, cuando podría haber estado con el rastafari guapo de la primera noche o con Noah, o con cualquier otro que no le hubiese retirado el saludo ni se hubiera negado a besarle, o sola.

Entonces él empezó a mordisquearle sin darle tiempo a escapar y ella constató que aquello se le daba mejor que el español. Sus manos eran grandes y un poco ásperas. Manos ásperas por la espalda, la cintura, los pechos. Para cuando alcanzó el coño de Diana con los dedos, hacía tiempo que los esperaba. Notó cómo él sonreía ante aquella bienvenida. La española se entregó convencida de que podía agotar todo lo que aquel hombre le ofrecía en una hora, se entregó sin obedecer, guiando la boca agresiva de Thomas separándole cuando él la apretaba demasiado, cuando la dejaba sin aire, cuando la inmovilizaba contra el colchón mordiendo su cuello. Estaba convencida de que podía disfrutar a pesar de todo y no iba a permitir que él lo estropeara.

Alcohol mientras tanto, alcohol entre beso y caricia, entre un polvo y otro, para rellenar conversación que aún no sabían tener. Ron en casi cada trozo del cuerpo de ella y en algunas partes del de él. Hasta que ambos cayeron dormidos. Hasta que Thomas cayó dormido mientras ella intentaba ordenar las paredes como un puzzle que pudiera hacer con los dedos sobre el suelo.

Cinco- Noah

NOAH

Diana bebía sintiéndose liberada de todas sus obligaciones, también del alemán. Tenía la sensación de que ese lugar, ese preciso hueco silencioso, era la punta de Cuba, de que esa playa angulada era el final hacia el Oriente y ese barco estancado la prueba de que era imposible salir de allí. Tampoco quería. Estaba bien, llevaba sandalias y era invierno. Además, tenía el regalo inesperado del belga, una segunda oportunidad. Recordó que le gustaba y por qué, coqueteó sin poder evitarlo, lo sacó a bailar a la arena y él se dejó llevar, convencido de que Bárbara no le iba a hacer ningún caso mientras estuviera aquel mulato allí. Se cayeron, se besaron y él se separó de ella entre risas.

-¿Y Thomas?
-¡Venga ya! Thomas y yo nos liamos porque estábamos borrachos...
-Ya, pero soy su compañero de habitación...
-Ya -respondió la española sin demasiadas ganas, separándose de él.

Decidió que el Puntón y se fue hacia el bar.

En el camino al Rumbos se cruzó con Omar, el rastafari guapo a rabiar que había conocido en su primera noche en Baracoa, la del 30 de diciembre, y con el que había intercambiado algunos besos. Le saludó y él pasó de largo sin apenas mirarla. No era su noche. Siguió su camino al Rumbos.

Después de todo, Thomas no estaba tan mal.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

----- El Puntón

EL PUNTÓN

Después de la plaza y el gentío y provistas aún de botellas, Bárbara, Bianca y Diana caminaban junto a Noah y Fabrizio (el italiano) en dirección al paseo marítimo sin perder de vista a los los cubanos que iban por delante para que la policía nos les molestara por andar con extranjeros. Thomas, el alemán había preferido quedarse en su silla en el Rumbos, de donde, como él mismo dijo a Diana, nunca se movía.

El lugar de encuentros era una esquina remota de la playa donde había un barco abandonado y cubierto de óxido e historias, y donde un muro de un antiguo fuerte que les cobijaba de miradas indiscretas. Los chicos solían ir a ese sitio para terminar de seducir a extranjeras encontradas en el Rumbos. O para charlar sin sentirse asediados por “los perros”. Lo llamaban el Puntón.

Bárbara había estado allí esa misma mañana. Fue en el Puntón donde vio amanecer el primer día del año, después de que cerraran la terraza del Rumbos y ella y el mulato se fueran con la salsa a otra parte. Tras bailar y bailar bajo la lluvia, la pareja se había escapado a lo oscuro para seguir la fiesta sin miedos, él de avanzadilla y ella caminando unos metros por detrás.

----- Patria o muerte

PATRIA O MUERTE

La terraza del Rumbos era tranquilidad comparada con el bullicio del Parque Central. La gente absorbía el espectáculo preparado para el Uno de enero, bebiendo cerveza en botellas de litro y comiendo croquetas de los puestos de comida. En el escenario, un presentador animaba a la muchedumbre y daba paso a los distintos números musicales. Cuando las chicas llegaron al barullo, comenzaba un concurso de baile sobre el escenario. Cuba era baile, más que nunca lo tuvo claro Bárbara al ver a aquellas parejas de todas las tallas y edades enfrentándose a cualquier ritmo que les pusieran. Salsa, chachachá, danzón, cumbia, regatón... Una pareja de muchachos que no llegarían a los 20 años se impuso al resto con su perreo: ella a cuatro patas y él sacudiendo su pelvis sin descanso detrás.

Llegó el momento del discurso sobre la victoria de la Revolución. No era la primera vez que Fidel no aparecía el Uno de enero para hablar a los cubanos, ya 2006 se había estrenado sin la locución del comandante en jefe y con todas las pequeñas incertidumbres que eso despertaba. Pequeñas porque el día a día era lo único cierto en la isla y las dudas sólo servían para raticos de conversación que ni siquiera llegaban a ser miedos o esperanzas concretos. Después llegó el “¡Patria o muerte!” del presentador y el “¡Venceremos!” quedo del público, como si lo de vencer no tuviera nada que ver con ellos.

martes, 9 de noviembre de 2010

----- Así no




*Pincha sobre el icono de Spotify
y escucha la música que suena en la escena.




ASÍ NO


Bianca y Diana pusieron una botella de ron y un montón de vasos de plástico sobre la mesa y tomaron asiento junto a Yolenys, John, Manuel y Bárbara. Llegaron el alemán, su amigo el belga, un amigo cubano de éstos, Yaquelín, el mismo chico italiano de la noche anterior... en torno a la minúscula mesa redonda se fue dilatando el círculo de sillas. Noah, el belga, se había colocado cerca de Bárbara y no dejaba de darle conversación sin esconder las ganas que tenía de llevársela a la cama. Ella se miraba la muñeca izquierda a cada rato, a pesar de no tener reloj, buscando una excusa para salir de allí. No había ido a Cuba para sentarse a beber ron con una panda de guiris (yumas). Su padre, por el contrario, charlaba relajado. Frente a ella, Bianca parecía igual de perdida en aquel círculo deforme de asientos de plástico, mientras el italiano le contaba y le contaba sin reparar en que la mirada de su interlocutora raramente se fijaba en él. Un joven mulato se acercó a saludar a Noah y Bárbara le hizo un gesto con la cabeza.

-Bianca, ¿me acompañas a por otra botella de ron? -le preguntó Bárbara desde el otro extremo de la mesa.
-Claro. Ésta la pago yo.
-¿Te aburres tanto como yo? -le espetó la española entre risas una vez que se habían metido en el gentío.
-No. No es aburrimiento. No sé, estoy como enfadada. Últimamente siempre estoy enfadada. Y este chico italiano me está hablando todo el rato de la Italia y de lo mal que funcionan las cosas allí, como si yo no hubiera estado nunca. No me apetece saber nada de la Italia, sólo de mi familia, todo lo demás es un casino...
-Creo que estás peor que yo... Mujer, ¡anímate! Te voy a proponer algo, por qué no cogemos la botella y nos vamos a bebérnosla a otra parte. ¿Has visto al chico que he saludado? ¿El que se ha acercado a Noah, el belga?
-Sí.
-Lo conocí ayer, es un amor de persona y sus amigos son un muy divertidos. Voy a hablar con él a ver qué planes tienen y le voy a proponer lo del ron. ¿Qué te parece?
-Mira, para mí está bien, creo que es mejor que salga de este sitio antes de que todo el mundo empiece a bailar salsa.

----- Yolenis y la Policía

YOLENYS Y LA POLICÍA

-Pero, vamos a ver, chica. ¿Tú me estás diciendo a mí que a ti te gusta ese viejo?
-Él no es un viejo.
-Ah, ¿y qué es? ¿Un muchacho?
-A mí no me gustan los niños.
-Ya, mira. Pues este hombre, que podría ser tu padre o tu abuelo, en unos años será como un niño, como un bebé al que tendrás que cuidar. ¿Tú pensaste en eso?
-¡Ay, por favor! Pero si John está perfectamente. Nos quedan muchos años de diversión...
-¿Y en el sexo también está perfectamente?
-Yo no tengo queja con él.
-A esas edades las cosas no funcionan igual... sin embargo tú eres joven, no me dirás que él te da todo lo que tú necesitas...
-Ya se lo dije: yo no tengo queja con él. ¿Yo para qué quiero estar todo el día singando?
-Pero, ¿cómo es eso? A ver, explícame cómo es el sexo entre ustedes.
-¿Cómo que le explique?
-Sí. Qué es lo que hacen, las posturas, quién se pone encima y quién debajo...
-¿Y por qué le tengo yo que contar esas cosas a ustedes?
-Porque a mí toda esta historia me parece muy extraña. No me creo que una muchacha linda y joven como tú esté enamorada de ese viejo. Lo que a mí me parece es que todo esto es falso -el policía se acercó a Yolenys-. Te lo diré de otro modo: creo que compraste el matrimonio para marcharte al extranjero.
-¡Pero qué matrimonio voy a comprar yo! ¿Y con qué dinero? ¡Esto no es ningún montaje! ¡Quiero a John! ¿Me oyen?
-¿Y a ti no te da asco chupar una pinga así vieja?
-John tiene una pinga preciosa, para que lo sepan. Y yo no tengo ningún problema con él en la cama, al contrario, ese hombre tiene más energía que muchos cubanos que yo conozco, que no saben hacer otra que estar tumbados mientras sus mujeres le limpian hasta el culo.
-Sigo pensando que hay algo raro en esta historia y vamos a estar vigilando.
-¿Y cuándo no?
-Chica, no te pongas impertinente. Tú te creerás que eres la primera en pasar por aquí, pero yo llevo muchos años en esto y vi muchas cosas, muchas chicas guapas que se fueron con el primero que apareció pensando que con salir de aquí tenían la vida resuelta. Pero eso no funciona, chica. Si lo que buscas es irte, te estás vendiendo. ¿Tú conoces a ese hombre?
-Hace siete años que lo conozco.
-¿Tú sabes que no eres la primera cubana con la que se casa y que la anterior le puso denuncias por malos tratos y por infidelidad?
-Eso son puras invenciones.
-Además, a mí me parece que él no te va a poder llevar a su país, porque nosotros no somos los únicos que tenemos leyes de migración y dos esposas cubanas en tan poco tiempo... no sé qué opinarán en Canadá.
-¿Y quién le dijo que yo me quiera ir?
-¿No te quieres ir?

lunes, 8 de noviembre de 2010

----- John y Yolenis

JOHN Y YOLENYS

Lo suyo podía haber sido una historia sencilla a pesar de la diferencia de edad. Eran comunes las uniones con extranjeros en Cuba, especialmente en Baracoa, donde casi todo el mundo tenía un novio o novia (sino varios, por si acaso) en el exterior. Por lo general, existía una solidaridad sagrada entre los vecinos que hacía que se ayudasen cuando iban con extranjeros, siempre que se siguiera una norma básica: no entrometerse en la relación de otro.

Cuando se conocieron, ella tenía 16 años y él 60. Por aquellos días John estaba recién casado con la tía de Yolenys, Alejandra, y andaban realizando todos los trámites para irse a vivir al frío de Canadá y volver a Cuba sólo de visita. Pero la burocracia en la isla nunca era cosa de un par de días y el viejo pasó demasiado tiempo en el porche esperando, por donde pasó demasiadas veces Yolenys. Aquella muchacha en uniforme que se acortaba descaradamente la falda y paseaba con sus amigas calle arriba y calle abajo. Al principio ella coqueteaba con el viejo de manera inocente, sabiendo que el marido de su tía tenía dinero y que le podía comprar cosas lindas, vendiendo su sonrisa. Esa niña que no era tan niña a los ojos de John. Pronto se descubrió esperando a que apareciera su sobrina sentado en la mecedora delante de la casa y comprándole regalos antes de que le pidiera nada.

Yolenys no tardó en darse cuenta del efecto que causaba en el canadiense y en utilizarlo: él sucumbía a los caprichos de la joven y ella aceptaba ser el capricho de aquel señor. Las visitas coincidían siempre con las salidas de Alejandra al agropecuario o a casa de amigas. Muchas veces, Yolenys se escapaba de clase con la connivencia de algún profesor, que se convertía en sordo y mudo por un par de dólares, y se iba a sentarse sobre las rodillas de ese hombre. Unas veces niña y otras mujer.

La intención de la joven no era la de casarse con John, ni separarle de su tía. Ella tan sólo buscaba las cosas brillantes que solamente los extranjeros podían ofrecerle y que hacía tiempo que se había aprendido a ganar. Cuando el canadiense la tocó por primera vez, había cumplido ya los 17 pero hacía mucho que no era virgen. En sus encuentros solitarios, su sonrisa se convertía en sonoras carcajadas mientras le mostraba a John las palabras que sabía en inglés, bajito y cerca de la oreja del viejo.

Aunque todo ocurría entre las paredes de aquella casa, no existía en Cuba muro suficientemente grueso como para resguardar a una pareja furtiva de ojos y oídos ajenos. Siempre había un hueco, un agujero, una persona dispuesta a preguntarse qué hacía aquella muchacha yendo cada día a esa casa.

Una mala mañana, Alejandra entró hecha un torbellino poco tiempo después de haber salido y descubrió justo lo que esperaba descubrir. Sintió asco. Porque ella no era más que una muchacha, porque él podía ser su abuelo, porque no había visto nada menos inocente en su vida (y había visto muchas cosas), porque era su familia y le había estado jodiendo mientras le sonreía a diario.

-¡Yo esto no lo voy a permitir!

Primero les lanzó el bolso, luego la chancla, un florero... todo lo que fue encontrando a su alrededor, hasta que se decidió a lanzarse ella misma contra quien primero topara. Yolenys salió corriendo. John tuvo que caminar toda la semana siguiente con los arañazos que Alejandra le había hecho en la cara.

La escena desembocó en divorcio, a pesar de los intentos de Alejandra por arreglarlo sabiendo que, si conseguía salir de allí con él, Yolenys ya no volvería a ser un problema. El canadiense, sin embargo, estaba decidido y siguió adelante con el proceso. El ambiente se volvió agresivo y las acusaciones de infidelidad y malos tratos empezaron a cruzarse entre los dos ex amantes. Durante la guerra, Yolenys permaneció casi escondida, sin más vida que su casa y la escuela, procurando no existir más lo necesario.

Hasta que las habladurías y las falsas acusaciones empezaron a ser peligrosas y ambos comprendieron que convenía llegar a un acuerdo: John le pasaría a Alejandra una pensión que le permitiera vivir bien en Cuba y ella no pondría objeciones a la separación.

Asunto zanjado.

O casi.

Tres- De nuevo en el Rumbos



*Pincha sobre el icono de Spotify
y escucha la música que suena en la escena.




DE NUEVO EN EL RUMBOS


Cuatro personas en la mesa: dos hombres y dos mujeres. John, canadiense, 67 años, casado con Yolenys, cubana, sentada a su lado. Manuel, español, 54, con su hija Bárbara.


Las chicas mucho más jóvenes: una 23 y la otra 22. La mayor, Yolenys, mulata y coqueta, con enorme sonrisa, aún más enormes ojos y una melena hecha trencitas hasta la cintura; toda la vida en Baracoa y ganas de marcharse. La otra, Bárbara, pelo algo más corto y cuidadosamente enredado en rastas, española de piel clara y cuerpo atlético, apenas unos días en la ciudad, de paso. Ambas beben de sus latas de Bucanero. Bárbara apenas habla, mientras que Yolenys se deshace en risas, gesticula, comenta, le pega a John de manera cariñosa. Todo en un inglés limpio y correcto en el que a veces se cuela hasta acento norteamericano.

En la mente de la española sólo cabe una pregunta: “¿Cómo es posible?”. Mira a Yolenys, luego mira a John y luego vuelve a mirar a la mulata. No lo entiende, no le cabe en la cabeza cómo esa belleza puede estar con aquel señor maltrecho. No es un maduro interesante, es un viejo gordo y con verrugas que se niega a aceptar su calvicie y la esconde con cuatro pelos largos y grasientos recogidos en una cola ridícula. Su padre conversa educadamente con la pareja. John mira a Yolenys con cariño y ella le sonríe pícara. Hay complicidad, pero las cosas siguen sin encajar a los ojos de Bárbara. “¿Follarán?”, se pregunta.